La memoria descosida

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La memoria descosida

Se le conocía como Luis «el loco» y se decían muchas cosas de él. Ninguna buena. Se decía que, algunas noches, se oían voces y gritos desgarrados que parecían provenir de dentro de su casa, y en el ambiente circulaban más que rumores acerca de su salud mental y fábulas increíbles de muertos a sus espaldas, que hacían que los niños, y algunos no tan niños, con sólo oír su nombre, corrieran despavoridos a refugiarse en sus moradas.

Su metro noventa y cinco y ciento veinte kilos de peso realmente impresionaban. Pero aún impresionaba más su leyenda. Vestía una capa negra, un sombrero de fieltro, también negro, y unos viejos guantes de cuero con los que agarraba la cabeza de bronce de un bastón sobre el que se apoyaba en su caminar. A su paso, las calles quedaban desiertas y un aire gélido sellaba con hielo las puertas de todas las casas. En su andar, desde su más absoluta soledad, miraba el mundo a través de unas gafas oscuras. O quizá ni siquiera lo miraba: tal era su desinterés.

Se hallaba cerca de cumplir los cincuenta y, desde hacía catorce, vegetaba en una antigua casa de una céntrica, pero escondida, calle, llena de recovecos. No había niño o adolescente que tuviera valor para atravesar aquella calle. Tampoco había muchos adultos dispuestos a hacerlo.

Pocos en el pueblo conocían su historia: su verdadera historia. Se había perdido en una desgraciada curva de la carretera, de regreso de la capital. Allí quedaron sus tres únicos amigos y, un poco antes, en una acera de la gran urbe, con los ojos abiertos de par en par, sobre un espeso lago púrpura, el amor de su vida. Allí la vio por última vez: la piel infinitamente nívea y un rosario en la palma de mano, con las cuentas y el crucifijo incrustados sobre la carne. Cuando él llegó, estaba cubierta por una manta y, aunque sus amigos (que le habían acompañado para despedirle) intentaron sujetarle, saltándose el cordón policial, se arrojó sobre ella para verla por última vez. Y, al levantar la manta, ella —o lo que quedaba de ella— le clavó aquellos ojos blancos de hielo que, como dos puñales fríos, se cosieron para siempre a su memoria. Fue sólo un instante —lo que la policía tardó en reaccionar—, pero suficiente para, tal vez, trastornar alguna que otra conexión neuronal.

De vuelta a casa, dentro del coche, por el camino, Luis relataría a sus amigos los detalles de su crónica: había conocido a Mercedes, como todos sabían, desde la niñez. Habían compartido juegos, secretos, confidencias y aficiones, y, pese a tener su complicidad, tal vez para no destruir los maravillosos momentos que pasaba junto a ella, nunca tuvo el valor de decirle lo perdidamente enamorado que estaba de ella. Al cumplir la chica los diecisiete, un nuevo trabajo en la embajada de Francia para su padre los separó para siempre. La vio marchar en un Ford negro, un catorce de junio, tras el boquerón de un pajar de su familia, desde el que se divisaba la carretera, al que corrió desesperadamente desde su casa, después de colgar el teléfono despidiéndose de ella. Allí, con toda su humanidad, lloró sin consuelo como el niño que aún no había dejado de ser.

Mercedes pasó ocho años en Francia y, a su vuelta, acomodados en la capital, a base de argucias e insistencias con ella, sus padres consiguieron casarla con un militar de carrera, de sólida posición social, con quien terminó estableciéndose en Madrid. Por aquel entonces, Luis, merced a las triquiñuelas de los padres, había perdido todo contacto con ella y se había convertido en un joven solitario y apesadumbrado, ante el que pasaba una vida que, para él, había quedado amortajada bajo unas gavillas empapadas por su llanto un catorce de junio de 1951.

Algunos años más tarde, tal vez subyugada por sus silencios y sus ausencias, la bella Rebeca consiguió arrancarle algunas sonrisas, para terminar desposándose con él. Ella sabía muy bien que dentro de aquel grandullón habitaba un buen hombre, pero nunca supo de su semblanza hasta que la encontró escrita en aquellas cuartillas en las que la tinta, de vez en cuando, se desdibujaba en algunas pequeñas ampollas húmedas que le habían salido al papel antes de llegar a sus manos.

Él, por tratarse de un hombre serio y laborioso, había devenido en ser elegido como representante de los empresarios locales en la Cámara de Comercio provincial, y en una de sus reuniones nacionales, por las calles de Madrid, se topó de bruces con Mercedes. Por un momento, los dos quedaron parados, mirándose, reconociéndose, deslumbrándose. Habían pasado quince años desde que la viera por última vez.

Decidieron comer juntos. Y, luego, decidieron comer juntos muchos días más, aprovechando las reuniones de él en Madrid. Y Luis, el mismo Luis que no tuvo valor para confesarle su amor adolescente, deslizando su mano por debajo de la mesa para coger la de ella, que bajaba a coger la servilleta colocada sobre sus muslos, tomó el camino de lo ilícito y lo prohibido. La mano de ella se llenó de calor, de dudas, sonrojos y zozobras… Y de pasión. De la misma pasión que tantas veces había asfixiado con silencios en su adolescencia y juventud. Una gota de sudor se le acomodó en el hoyuelo de la garganta. Luego, sin decir ni una sola palabra, cerró su mano con fuerza sobre la de él, levantó la cabeza con la mirada llena de amor, y dos lágrimas redondas, que Luis se apresuró a secar, cayeron de sus ojos. Como el sentimiento nunca supo de razones los dos terminaron convertidos en adúlteros. Vivían en España, ella estaba casada con un militar, y era el año 1966.

La desatada pasión con la que, en los días de reuniones camerales, parecían querer recuperar tantos años perdidos, les llevó a concebir un hijo. Al notar la falta ella, y decírselo a él, habían tomado la decisión de huir: ella conocía bien París y, siendo que él era un buen veterinario, no les resultaría difícil rehacer su vida allí. Con las maletas preparadas, en el último momento, el militar descubrió el engaño. La acorraló: primero verbalmente; luego, físicamente, contra el balcón. En su retroceso, había enganchado un rosario que adornaba una de las paredes, ofreciéndoselo a él para aplacar la ira de su honor y hombría mancillados. Él desenfundó su arma reglamentaria y, alzándola hacia ella, con un mínimo gesto de su dedo índice, dibujó en Mercedes un pequeño círculo rojo en el centro de su frente, del que saltaron incontables pedacitos de piel. Un círculo rojo que, para siempre, dejó sus ojos enormemente abiertos y llenos de terror. Luego, la arrojó por el balcón.  Se estampó contra el suelo desde un sexto piso.

Porque, por aquel entonces, había cosas que no pasaban y no podían pasar, la versión oficial de lo ocurrido fue que ella, endemoniada, había terminado arrojándose por el balcón, huyendo de Belcebú. La cruz incrustada en la palma de su mano ayudó bastante a esta gran mentira.

Según se sinceraba hasta el desnudo con sus amigos, sobre ellos iba cayendo todo el peso de la empatía y de la tristeza. Y, entre esa tristeza y la neblina, el conductor no vio venir una curva. Terminaron en un terraplén, ochenta metros más abajo de la carretera, después de siete volteretas de campana. Y allí quedaron todos, menos Luis, que, milagrosamente, resultó ileso. Eran las dos de la tarde. Dicen que, justamente a esa hora, pese a llevar muerta más de cinco, Mercedes apretó con fuerza el crucifijo del rosario que quedó incrustado en su palma, como había asido la mano de Luis bajo la mesa, cuando éste decidió cruzar aquella frontera de perdición.

Llegó a su casa como un alma en pena a la una de la madrugada. Antes de partir al encuentro de Mercedes, con enorme dolor, porque Rebeca era una mujer que no merecía aquello, había escrito en cinco cuartillas, encerradas en un sobre, toda la pesadumbre que había ido acumulando a lo largo de los años, y la desatada locura a la que había decidido entregarse. Encima del sobre, una simple leyenda: «ábrelo si no he vuelto al anochecer». Lo encerró en un cajón junto a un despertador encendido que comenzó a sonar a las diez de la noche.

Cuando se presentó delante de ella, Rebeca ni siquiera le preguntó por qué había vuelto. Sentada sobre una mecedora, sosteniendo un abrecartas ensangrentado que le temblaba en las manos, había logrado abrir una hendidura en su costado. Al verlo llegar, se levantó. Con las cuartillas impregnadas de sangre se acercó a él y, sin decir palabra, con la mirada perdida, las dejó caer a sus pies. Luis llevaba mudo bastantes horas, pensando para sí por qué no había cogido en algún momento el arma de algún policía para saltarse la tapa de los sesos. Y así siguió. Y Rebeca, con esa mirada perdida, introdujo la mano por su costado abierto y, antes de derrumbarse definitivamente, sacándoselo de dentro, le entregó en una mano su corazón. Todavía estaba caliente y bombeando plasma. En uno de esos bombeos, Luis sintió sobre sus mejillas el calor de la sangre de Rebeca, que impregnó toda su cara, y, al mismo tiempo que ella se moría, se desmayó.

Le llamaban Luis «el loco» y él pensaba que la verdadera locura era no haber acabado por siempre con aquellos sufrimientos.

Una tarde de abril de 1980, en la plaza del pueblo, encontró llorando a una niña. Su gatito se había escapado y perdido, y un coche había terminado atropellándolo. Sentada en un banco, con el gatito —al que asomaban los intestinos— contra su regazo, no notó la llegada de Luis. Al verlo, se sobresaltó. Él la tranquilizó y le preguntó por su tristeza; luego, por su edad. La chiquilla, que dijo tener trece años, contó lo sucedido con el animal. Él examinó al minino, le preguntó si creía en los milagros y le pidió que rezase lo que supiera. La niña cogió confianza y le preguntó si sabía que le llamaban Luis “el loco” y por qué lo hacían. Luis dijo saber algo de aquello y también un poco de medicina —no en balde era veterinario— y, en ese escaso saber, pensaba que había que diferenciar las enfermedades del cuerpo y las del corazón, y él estaba enfermo del corazón, pues, a base de vivir sólo para remotos recuerdos, había cruzado algunas barreras que le habían dejado, irremediablemente, encadenado al día más trágico de su existencia, como pocos seres humanos serían capaces de vivir y soportar. Aún así, había terminado cosiendo a su memoria todos sus momentos de felicidad, aunque, algunas veces, merced a otros recuerdos que no conseguía descoser, le asaltaban terribles pesadillas.

—Aún no sé porqué —le explicó—, pero, lo creas o no, no estoy loco. Simplemente estoy triste, muy triste.

Se quitó sus lentes y, mirándola de frente, le dijo:

— ¿Lo ves? ¿Por qué crees que llevo estas gafas oscuras?

Luis preguntó a la muchacha por el lugar donde vivía y le pidió, por favor, si le podía acompañar a su casa. Su madre los vio venir calle abajo. Viéndolos andar y charlar su desconfianza inicial fue encontrando relajación.

—Buenas tardes, señora —saludó Luis—, y ella le devolvió el saludo.

—Tiene usted una niña encantadora y un gatito un poco travieso y confiado. Voy a ver qué puedo hacer por él.

Dejó a la chica con su madre y se marchó. La vida que Mercedes llevaba en su vientre el día de su muerte, en aquel momento, tendría su edad. De haber nacido niña, tal vez su semblante.

Días más tarde, le vieron bajando la calle principal del pueblo. Llevaba una pequeña jaula y, dentro de ella, un animalito. Llegó a la casa de la muchacha y golpeó tres veces con el llamador. El hielo que rodeaba aquella entrada, desde el dintel hasta el suelo, se evaporó con el aliento del gatito. La madre se asomó tras una persiana y, al ver la estampa, salió a abrir la puerta con la niña. Luis le entregó la jaula con el felino. La mirada de felicidad y la sonrisa de la cría le conmovieron. Se agachó para mirarla a los ojos y que fueran ellos los que le trajeran por un instante una felicidad hacia tanto tiempo pérdida:

—No pude coser a las mujeres de mi vida —le dijo—, pero sí he podido coser a tu gatito. Tráemelo si alguna vez se pone enfermo.

Y prosiguió:

—Sin embargo, ten esto bien presente: llegará un momento en que no podrás coserlo. A partir de entonces, no dejes que nunca se descosan de tu memoria los hermosos recuerdos de todo lo vivido junto a él. Tal vez, algún día, los necesites para vivir.

Luis se alejó calle arriba, caminando despacio, apoyado en su bastón, mientras madre e hija le veían alejarse desde el vano de la puerta. De pronto se dio la vuelta y, dirigiéndose a la chica, dijo:

— ¡Ah! Una pregunta que aún no te he hecho. ¿Cuál es tu nombre?

—Mercedes, me llamo Mercedes —contestó la niña.

— ¡Vaya! Siempre supe que los ángeles tenían esa gracia, pero acabo de volver a corroborarlo. Mi hija hoy tendría tu edad. Y, por supuesto, tu nombre.

Mi ballena verde

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La avisté dos millas al oeste del faro de Roche. Formaba parte de un grupo de rorcuales que, por alguna extraña razón, buscaban despavoridos la costa. Se fueron acercando, poco a poco, y el mar hizo el resto. Los entregó a la playa, aunque más que a la playa, los entregó a las calas.

Aquella tarde, una docena de ballenas pigmeas fueron arrojadas en la pleamar contra las calas y los acantilados de Roche, donde quedaron cautivas. Y, aprovechando la bajamar, un grupo de voluntarios intentó devolverlas al agua. Lentamente, lo fueron consiguiendo con cada una de aquellas que habían quedado varadas en las calas principales. Al caer la noche, habían conseguido devolver al océano ocho de ellas. No así mi ballena, a la que divisé desde lo alto del acantilado en la quinta cala. Se plantó allí, sola y abandonada a su suerte, atrapada entre la arena y las rocas.

Descendí por las escaleras que dan acceso a la cala y me fui directamente hacia ella: la boca abierta, los chillidos aterradores. Como pude, traje del mar toda el agua posible para bañarla. Le acariciaba, y ella bufaba, a la par que su sonar emitía unos penetrantes chillidos que formaban una orquesta de sonidos chirriantes con los de las demás ballenas encalladas. Acudí en busca de auxilio hacia las calas anteriores, pero los voluntarios no daban abasto con el trabajo que allí tenían. Me intentaron ayudar tres espontáneos, pero poco sabíamos del mar ninguno de los cuatro. Poco del mar y nada de ballenas. El agua que nos servía para mojar su piel, servía también para humedecer la arena en la que, poco a poco, la ballena se iba anclando. Ni éramos suficientes, ni teníamos los materiales adecuados para devolverla al océano. Según subía la marea, intentamos empujarla, aprovechando el agua que traían algunas olas. Conseguimos darla la vuelta y ponerla mirando al mar, pero el resto de nuestros esfuerzos resultaron baldíos. Me será muy difícil olvidar el tacto de su piel, su mirada, esa mirada entre el agradecimiento y la desesperación que se te clavaba en las entrañas, y aquellos agudos chillidos que te golpeaban con fuerza los tímpanos.

A medida que el día se iba acabando, la marea fue subiendo más y más. Según se acercaba el ocaso, por momentos, amenazaba con dejarnos atrapados allí a nosotros también. Todos lo sabíamos muy bien, la pleamar no dejaba al descubierto ni un solo grano de arena en aquella cala. Tampoco hacía prisioneros. Menos aún aquella pleamar de la luna llena de agosto. Días atrás había buscado en internet el horario de las mareas de la zona. Para aquel día, la mar llena estaba prevista a las once de la noche, y el coeficiente de penetración, muy alto, sería de ciento doce metros.

Sobre las nueve, el agua nos cerró el paso hacia las escaleras de salida. Esa fue la inequívoca señal de que había llegado el momento de marcharse. Nos dirigimos hacia las rocas que separaban la quinta cala de la anterior, y, con el líquido por las rodillas, accedimos a ella y a sus escaleras. Según doblábamos las últimas rocas para adentrarnos en la cuarta cala, vimos a la ballena dando desesperados aleteos con su cola. Y allí se quedó. Para siempre. No consiguió hacerse al agua con la marea alta. Debió agonizar cuando el mar se retiró en la madrugada.

Aquella noche los voluntarios consiguieron devolver a su hábitat a los tres cetáceos restantes, pero no así la que bauticé como mi ballena. Cuando, en la mañana del día siguiente, acudí a verla, ya no le quedaba ningún soplo de vida. Me senté a su lado, a la altura de su aleta dorsal, y, por un momento, quedé mirando la inmensidad del océano haciéndome un montón de preguntas, para ninguna de las cuales encontré respuesta. Esa misma tarde terminaron mis vacaciones.

Tiempo después me contaron que, primero, cerraron todos los accesos a la cala con determinadas advertencias y, después, ante la imposibilidad de devolverla al mar, para que él se hiciera cargo de su cuerpo en descomposición, plantearon dinamitarla con explosivos. Pero, por alguna razón inexplicable, la ballena pigmea se momificó por completo antes de que llegaran aquellos. Quien tenía que tomar la decisión dudó por momentos —la decisión no era fácil, los acantilados estaban encima—, los suficientes para que el rorcual fuera, paulatinamente, metamorfoseándose con el paisaje, al igual que lo hiciera Bill Turner «el botas», y otros muchos más, cautivos en El Holandés Errante de la película Piratas del Caribe. Así, pues, la decisión fue dejarla allí, controlando la aparición de posibles contaminantes, caso de que se produjera su descomposición.

 Regresé al año siguiente y, sin saber la sorpresa que me esperaba, aprovechando la marea baja, a primera hora de la mañana, fui dando un paseo y adentrándome en las calas. Al llegar a la quinta, mis ojos no podían creer lo que estaban viendo: en el mismo sitio en el que varase el cetáceo, una gaviota se encontraba posada sobre la aleta dorsal de una ballena verde. No pude reprimir las ganas de dejar aquel instante para la posteridad. Como llevaba encima mi teléfono móvil, lo desenfundé y me puse a disparar fotos como un poseso. Para verla más cerca, avancé un poco más con miedo de espantar a la gaviota que, a los cinco o seis pasos, salió volando. Ante esto, una vez finalizada la sesión fotográfica, me fui directamente a la ballena. Se encontraba totalmente cubierta de algas, que le conferían su color verde, con innumerables lapas adosadas a su cuerpo, algunas pequeñas caracolas y crías de mejillones por doquier. A través de su piel horadada entraban y salían minúsculos cangrejos, y, en aquel ambiente rocoso, se confundía perfectamente con el paisaje. La miré por todos los lados. Además de la aleta, aún se le dibujaba perfectamente la boca. Me senté a su lado, tal como había hecho un año antes. Frente a nosotros, el mar y, sobre una roca, la gaviota que había visto posada en su aleta. Con el cuello estirado. En permanente alerta. O, tal vez, altiva, consciente de su belleza. Reanudé el rosario de preguntas que ya me había hecho, con el mismo resultado que tuviera un año atrás y retorné al apartamento con el tesoro guardado en la cámara de mi móvil.

Ese verano acudí unas cuantas veces más para disfrutar de aquel regalo de la naturaleza. Sólo el batir de las olas rompía el silencio de aquel lugar. Bueno, el batir de las olas y, en la cuarta cala, dos leones marinos, madre e hijo, jugando sobre la arena, también petrificados.

Acabaron las vacaciones. Volví a mi rutina, como acabo de volver ahora. Mi ballena verde quedó allí, solitaria, mirando al mar, esperándole, quizá desafiándole con la secreta esperanza de que un Leviatán surgiera de las profundidades para devolverla a su sitio, donde descansar junto a sus congéneres.

Pero el mar embravecido no necesita de leviatanes para devorar las ánimas. Él, por sí mismo, es un auténtico leviatán. Más o menos, debió de suceder así: en el mes de enero, el primer temporal del año trajo olas que alcanzaron los ocho metros. El monstruo, en uno de los embates de esas olas, primero, la partió en dos mitades: una en la arena, la otra arrebatada; luego, jugó con esta mitad; más tarde, la lanzó contra las rocas del acantilado, partiendo su aleta; y, por último, con la ayuda de algunas rocas arrancadas, partió también su mandíbula. El resto fue un simple trabajo de acarreo. Mi ballena verde vio cumplido su deseo y hoy descansará en el fondo del océano, donde sus restos en descomposición servirán para cerrar el ciclo de la vida marina.

Volví al año siguiente, ignorando lo sucedido. Nada más llegar, corrí a la playa y, tras andar unos cinco kilómetros por su orilla, llegué al lugar deseado. Busqué mi ballena verde por todas partes. Reexaminé las rocas entre las que se había metamorfoseado, pero no encontré ni un solo resto de ella ¿Acaso sólo había sido un sueño? ¿Lo había imaginado y estaba confundiendo la realidad con la ficción? Rápidamente, eché mano a mi teléfono móvil y rebusqué en sus archivos de fotos. Allí se encontraba ella con su inconfundible aleta y la gaviota posada sobre la misma: mi ballena verde.

Desde entonces, cada vez que me surge la duda sobre su realidad, miro los testimonios que un día me traje, sin pensar que, un día, me servirían para convencerme a mí mismo de mi verdad. Aquí os los dejo: es ella y está allí.

El último baile

Y yo

Que te he buscado en un cajón

De recuerdos frágiles.

Tal vez,

Seas un grito extraño

en medio del baile,

O bien,

Un silencio roto

Por voces de nadie:

Tú y yo.

Y yo

Que te he querido entregar

Una rosa en el aire.

Tal vez,

No debí expresarme

Con gesto de amante,

O bien,

No supe esperarte

A la puerta del baile:

Tú y yo.

Tú y yo

Que somos uno y somos dos

Y apenas somos nadie.

Tal vez,

Nos embriagó el vértigo

Entre sorbos de aire,

O bien,

No supimos matar

El pudor con coraje:

Tú y yo.

Tú y yo,

Que siempre y siempre

Fuimos un poco cobardes.

Tal vez,

Nos veamos un día

Y lloremos sangre,

O bien,

Nos besemos los labios,

Y bailemos un baile:

Nuestro último baile.

Olvido

¡Amarillas…!

Amarillas quedan las hojas

Como es el papel amarillo;

Amarillos quedan los versos,

Olvidados y ya perdidos.

Amarillo quedó tú nombre

Como era tu pelo amarillo:

Amarillo como una espiga,

Amarillo como es el trigo.

Quedó amarilla tu suave voz

Como los trinos amarillos.

Amarillo el roce de un beso

Que, por casualidad, nos dimos.

Amarillo el primer segundo

Que vi tu cara en ojos míos;

Amarilla queda en mis sueños

Como celuloide amarillo.

¡Amarillas, amarillas, amarillas…!

Amarillas las emociones

Como vieja cal amarilla;

Amarillas tantas palabras

Como la distancia amarilla.

Amarillo el eco en tus pasos

Como mariposa amarilla;

Color amarillo en tus ojos

Como dulce miel amarilla.

Amarilla quedó tu boca,

Boca de la luna amarilla.

Amarillo tu cuerpo prieto:

Capullo de rosa amarilla.

La luz de tu blanca sonrisa

Para siempre quedó perdida,

Amarilla como es el aire

del soplo final de una vida.

¡Amarillos, amarillos, amarillos…!

Amarillo un montón de versos

Que tú ni nadie habréis leído,

Amarilla la nicotina

Que ensucia el aire que respiro.

Amarilla quedó tu ausencia

Como es el azufre amarillo.

Abrasadora como el fuego,

Amarilla como un castigo.

Amarilla obsesión por verte

Aunque sólo fuera un suspiro;

Amarillo y frío el instante

Que te recuerdo y que te miro.

Como la arena de una playa

Quedó amarillo el paraíso;

Como arena seca de un reloj

Amarillo como el OLVIDO.

La liebre

«—No te asustes —dije»

De todas las cosas que mi padre intentó enseñarme, o me enseñó sin saberlo, jamás olvidaré la que aconteció una noche del ya avanzado mes de noviembre, perdidos en su Seat 600 en la oscuridad de un camino siniestro, portando junto a nosotros al guardés de una de esas grandes haciendas conocidas como los fincones de los Montes de Toledo. La noche le había sorprendido en mi casa, donde mi antecesor regentaba un molino de piensos, al que Lagartija —ese era el sobrenombre del guarda— solía acudir con grandes carros llenos de sacos de cebada a realizar la molienda del grano de sus señores. Tras un largo día de trabajo, y pese a que las máquinas funcionaron a todo rendimiento, la noche se echó encima y no fue posible terminar la maquila, que habría de rematarse al día siguiente. Pero él, cliente habitual de la industria, carecía de luces en el tractor y debía regresar a la finca junto a su familia. Mi padre, que siempre fue un hombre gentil, se ofreció a llevarlo, y a mí me llevó de acompañante.

En lugar de usar la carretera, por indicación del guardés, mi padre tomó un determinado camino que hacía más corto el trayecto. Más corto, y para mí, que apenas contaba ocho años de edad, más tenebroso. Lo lúgubre de las sombras que, a la escasa luz de la luna, formaban los chaparros y las encinas que se extendían por doquier a un lado y a otro de la senda, se difuminaba en la charla que los viajeros adultos mantenían en los asientos delanteros durante el trayecto, y que a mí me servía de relajante para aliviar mis miedos en los entresijos de mis imaginaciones. «Ahora vete por aquí, ahora vete por allá», eran las indicaciones que, en medio de la conversación, iba dando Lagartija.

Y, como dice el refrán, cuando menos se esperaba, de pronto, saltó la liebre.

— ¡Para, para, para, para! —dijo el otro señor.

La liebre se quedó quieta, en mitad del camino, con los ojos fijos en las luces del coche y las orejas tiesas.

—A ver, yo ahora me voy a bajar del vehículo y tú, muy despacio, vas a seguir la marcha, dejando una pequeña distancia, para que el animal siga deslumbrado con las luces. Pero tiene que ser muy despacio, para que yo me pueda ocultar en la sombra que hace el coche —volvió a decirle a mi padre el guardés.

El hombre se bajó del carro, sin apenas hacer ruido, y mi padre comenzó a avanzar con el automóvil lentamente, no sin antes decirme: «abre bien los ojos, hijo, porque lo que vas a ver esta noche es posible que no lo vuelvas a ver en la vida». La liebre empezó unas suaves carreras, siempre delante de las luces del coche, y el guardés otra, oculto tras la penumbra que hacía el vehículo. El animal, de vez en vez, se paraba, miraba hacia la luz y, a continuación, volvía a dar otro pequeño arreón. Pasaron pocos segundos: siete, ocho, una docena, no más, y, de pronto, en una de las paradas del bichillo, de la sombra que proyectaba el Seiscientos, una figura humana dio un salto tremendo abalanzándose sobre la liebre y poniendo uno de sus pies sobre ella. La descoyuntó sobre la marcha. Diez segundos después, entraba al turismo con el cuadrúpedo en sus manos.

Unos minutos más tarde, llegábamos a destino. Lagartija se bajó del coche, le dijo a mi padre que esperara un momento, entró en la casa, y, al rato, salió con algunos obsequios, entre ellos, la liebre que acababa de cazar, ya degollada. Nosotros volvimos a casa por la carretera, que mi padre conocía mejor.

De esos hechos han pasado más de cincuenta años y como mi padre aventuró no he vuelto a ver nada parecido. Por aquel entonces, yo no sabía distinguir entre un conejo y una liebre. Hoy sí. A nivel onírico, la primera es símbolo de fertilidad y sanación cardiaca, el segundo, lo es de la buena suerte. Ojo al dato.

Algunos años más tarde, con el cuerpo más hecho, siendo un adolescente, se nos escapó un lechón, que así es como se conocen a los cerdos recién destetados con un peso aproximado entre quince y veinte kilos. Y se nos escapó en pleno campo. Era un día áspero de verano, a media mañana, y a mí, con mejores piernas que el resto por ser más joven, me tocó salir corriendo en su búsqueda… ¡joder, como corría el cabrón del gocho! Sin ser una liebre, y sin hacer sus recortes, me hizo darme una buena paliza y sudada corriendo detrás de él. El problema no era sólo alcanzarlo, el problema era cogerlo a la carrera y sin dañarlo… y, emulando al guarda de la liebre, en un determinado momento, mí tiré a muerte contra sus patas, comiéndome todos los terrones de tierra seca que encontré por el camino del lance… pero lo cogí. Enganché a ese cabronazo y volví con él asido de las patas traseras (que él sacudía con fuerza) con la cara empapada de sudor y tierra y una sonrisa de triunfo inigualable, buscando con la mirada la aprobación de mi padre.

Desde entonces, no recuerdo mayores trances de cazar o coger una liebre. Como todo hijo de vecino, he corrido, he saltado, he hecho el ganso y el animal en incontables ocasiones y en todo tipo de circunstancias de ésas que uno dice: «pa’ habernos matao», pero siempre he tenido al conejo de mi parte. Excepto una pequeña anécdota de mi primera infancia, en taitantos años me he hecho alguna cicatriz, pero no me he roto nada ni me han tenido que coser nada. Hasta ayer… que volví a coger una liebre… por todo lo alto. Pero, vayamos por partes.

En plena era de la COVID19, planificar las vacaciones de verano, con la antelación que requiere en la actualidad, resultaba dificultoso. Sobre todo, a una persona como yo que, empleando un término desgraciadamente hoy muy en boga, soy un talibán de las medidas de auto protección. Es la edad. Si tuviera veinte años, sin duda, me importaría un pimiento, como parece sucederles a gran parte de esa población. De modo que, mi mujer y yo, las planteamos en dos etapas, con un intervalo de tres días en casa. Más que nada para ver que seguía en su sitio y que los amigos de lo ajeno no se habían dado un festín con ella o, peor aún, no se habían instalado en ella a su comodidad. De paso, aprovechaba para llevar el coche al taller, que en la última revisión me habían detectado unos «pequeños desgastes» que era preciso reparar… Y pagar, sobre todo pagar.

Y así lo hice. Al día siguiente de llegar al hogar, tras la primera parte de las vacaciones, me planté en el taller a las ocho de la mañana (hora para lo que tenía cita) con el propósito de que me arreglaran los desperfectos y con el ánimo de pasear por los alrededores, aprovechando el frescor de la mañana, hasta que estuviera arreglado y volverme a casa con él ya listo. Pero el asesor de servicio me negó la mayor, diciéndome que, hasta la tarde, o como muy pronto las doce, no estaría terminado el trabajo. Como el concesionario, como en todas las ciudades, está en la carretera de salida de la ciudad, me ofreció regresarme a casa por personal de la empresa en uno de sus vehículos. De modo que, visto como sube el termómetro en agosto según avanza la mañana, no me quedó otra. Me ofreció esperar en una sala hasta las nueve y cuarto, pues hasta ese momento no daban el servicio. O sea, más de una hora de espera. Decidí que la espera la haría en la calle, paseando por el pinar adyacente, mejor que en una sala cerrada. Total tenía más de sesenta minutos por delante hasta que saliera mi taxi. Y salí a respirar a bocanadas, y sin máscara, éso que tanto se anhela en el mes de la calima: el aire fresco.

Según comenzaba mi caminata varias ideas peregrinas me vinieron a la cabeza. La primera, que tenía que montarme en un coche de un tercero con ese tercero, y posiblemente alguien más, cuando desde que empezó la pandemia no he compartido vehículo alguno con nadie que no fuera un familiar directo. Tampoco he usado el transporte público. Privilegios de vivir en una ciudad pequeña. Luego pensé: «a ver, yo estoy acostumbrado a andar, camino todos los meses más de doscientos kilómetros (no sé para qué, porque el michelín no baja, pero los hago), y la distancia del concesionario a mi casa será de unos seis kilómetros. Por carretera. Yo éso me lo hago en una hora caminando. Y sobrao». Tenía una cierta idea de cómo volver andando, sin jugarme la vida por la autovía, aunque el camino no era precisamente un bosque de pinos. De modo que me salí del pinar y retorné sobre mis pasos. «A ver qué coño se ha creído éste del concesionario: me sobran pelotas para volverme a casa yo sólo andando», iba rumiando. Visto lo que ocurrió después, me sobraban pelotas, pero me faltaba cerebro… como suele ser habitual cada vez que la testosterona se antepone por medio.

Comencé a andar por unas aceras con las que lindaba la vía de servicio que, con demasiada frecuencia, se interrumpían para dar pasa a los inmuebles colindantes, la mayoría de ellos talleres o concesionarios de automóviles. Si las aceras hubieran estado bien, ningún problema, pero el constructor debía tener piernas de metro y medio, porque ninguna de ellas bajaba en altura de los treinta y cinco centímetros sobre el suelo. Eran saltos para Gulliver en Liliput. Y yo gasto buen pernil, pero subirlas y bajarlas era un suplicio. Algunas veces, cuando no venían coches, me limitaba a ir por el perfil de la calzada, sin subirme a esos peldaños, para aliviar la caminata.

Cuando se acababan las aceras, la última finca —algo oficial de derechos sociales—, a diferencia de los concesionarios que tenían libres sus accesos, tenía su entrada totalmente cerrada con una cadena. Me paré antes de seguir. Dudé si ir por fuera, o sea por la carretera, o por dentro, o sea encajonado desde la cadena. Descarté la primera opción visto el tráfico existente, más aún al comprobar que, terminada la linde encadenada, si bien había una finca vallada, existía un mínimo paso diáfano para poder seguir el camino, donde se apreciaba una vereda pegada a la valla y al arbolado y, entre ésta y la carretera, una canalización para las aguas, de obra, en forma de uve. Al llegar al paso, percibí que seguir el sendero no resultaría tan sencillo con preví en un primer momento. La canalización era amplia y había que dar un buen salto para poder seguir por el otro lado, pues, por éste, no resultaba posible por la existencia de un pequeño terraplén con cantidad de maleza seca acumulada que obstruía el camino. Analicé la situación y, sin detenerme a observar todos los pormenores del entorno, algunos de los cuales se escondían entre los hierbajos, decidí saltar… Y, como dice el refrán, cuando menos lo esperaba, saltó la liebre… ¡Dios mío, qué leñazo!

Escondida entre los rastrojos estaba la cerca que continuaba y que, para hacer lo que yo intentaba, alguien había ido pisando hasta dejarla a ras de suelo. Yo no la vi, pero, en mi salto, el pie de avanzadilla tropezó con ella. En una décima de segundo, yo sentí la cabeza como si me golpeasen en ella con hormigón armado, y, en el hombro, con un obús. Lo del hormigón armado era literal, porque ése era el material del que estaba hecho el chorrero.

Lo que sucedió a continuación, sanó mi corazón de descreído, renovó mi fe en la bondad del ser humano y, como Octavio Paz, me hizo volver a creer en el hombre.

Me levanté tan aturdido como dolorido, sangrando abundantemente por la cara. Según me incorporé y eché mano al pañuelo para secarme la sangre, tratando de contener la hemorragia, un turismo vetusto paró en seco. Se bajó de él, corriendo, un señor de edad con acento extranjero, diciéndome que si estaba bien y si necesitaba ayuda. Debió ver el episodio en rigurosísimo directo. Quiso acercarse a mí, pero le pedí, por favor, que se pusiera la mascarilla (que se había dejado en el coche con las prisas). Volvió de inmediato, me insistió en ayudarme, me dijo que sí pedía una ambulancia. Yo le negué. 

—Está sangrando —me dijo. 

—Ya, ya se me pasa. —le contesté.

—A ver, espere un momento, por favor —continué diciendo.

Y me fui al retrovisor del coche para ver por primera vez el desaguisado. Tenía un buen corte por encima de la ceja, del que la sangre que manchaba el resto de la cara parecía querer dejar de manar. De lo demás, me dolía hasta el alma.

—No, no, nada. Déjelo. Muchas gracias. Parece que se está cortando la hemorragia. Puedo seguir.

El hombre siguió insistiendo, diciéndome si me llevaba a algún sitio. Yo seguía con mi tara: 

—No, no, gracias. No podemos compartir el coche por el Covid. 

Terminó por marcharse contrariado por mi actitud infantil.

Anduve unos trescientos metros más, con el pañuelo en la mano izquierda secándome la sangre y, cuando no, sujetándome el hombro derecho que me dolía a rabiar. Llegue a un cruce con rotonda desde donde pretendía cruzar (por arriba) al otro lado de la autovía. Un chico joven, de unos treinta y cinco, se bajó de un Nissan Juke negro, que cedía el paso en la rotonda, preguntando si me encontraba bien y si me llevaba a algún lado. Le dije que no, que podía seguir y que no podíamos compartir coche por el Covid. No se quedó muy conforme. Yo seguí mi camino, cruzando la carretera, aprovechando que, por mi sentido, no venían coches, para buscar la zona peatonal del puente, que se encontraba justo al otro lado. Me paré en la divisoria de la vía, para dejar pasar un turismo que venía del otro sentido. El chico se volvió a bajar de su vehículo y, en tono imperativo, me dijo:

—Suba al coche. Bajaremos todas las ventanas y nos pondremos las mascarillas, pero usted no puede seguir así.

Creo que era lo que necesitaba porque el regreso se me estaba haciendo muy cuesta arriba. Monté en el Nissan, donde ya se encontraban dos niñas pequeñas de unos cinco y siete años en los asientos traseros. El padre pidió a las niñas ponerse las mascarillas y bajar las ventanas, porque «vamos a llevar a éste señor a su casa».

—Papi, ¿no íbamos a comprar chuches? —dijeron las niñas.

—Sí, hija, ahora después vamos, pero primero vamos a llevar a éste señor a su casa. ¿Dónde vive?

Le di la dirección. Al llegar a una rotonda, ya en la ciudad, le dije que me dejara allí que ya me llegaba a casa yo sólo andando. Se negó.

—Le voy a dejar en la puerta de su casa. ¿Hay alguien allí?

—Mi mujer, pero debe estar durmiendo.

— ¿Tiene llave?

—Sí, sí, claro.

Llegamos. El joven, todo gentileza, se bajó conmigo hasta el portal de la casa y esperó hasta verme abrir la puerta.

—Gracias, Muchísimas gracias.

Muy enérgico, me insistió:

—¡Vaya al médico! ¡Por favor, vaya al médico y que le vean!

Se volvió a subir al coche, del que no tomé la matrícula. Sé que las letras empezaban por J. Me gustaría poder agradecérselo de alguna manera, pero no sé cómo, porque no sé quién es, como él tampoco sabía quién era yo.

Entré a la casa. Pasé al baño y me lavé la cara. Me fui a la cocina y, al poco, oí como se levantaba mi mujer. Al oírla bajar las escaleras, me puse de espaldas a la puerta con la mano izquierda agarrando mi hombro derecho que me dolía horrores. Sabía que tendría que entrar allí para desayunar. Recordé una antigua escena similar, en la puerta de su casa, cuando aún éramos novios, girándome la cara para que no viera sin previo aviso el destrozo que me habían causado en la cara la noche anterior unos atracadores.

—Qué pronto has vuelto. ¿Ya te lo han arreglado?

Sin responder a su pregunta, le hablé con las mismas palabras que la había dicho en aquella aciaga ocasión:

—No te asustes —dije.

Y me di la vuelta, sin dejar de sujetarme el hombro derecho con la mano izquierda. La cara, la acababa de ver en el espejo, sabía que era todo un poema.

—¿Ha sido con el coche?

—No, no, ha sido andando. He cogido una liebre.

—¿Te has roto algo?

—No, pero creo que me he dislocado el hombro. 

—¿Me llevas al hospital?

 

Regalo de Reyes

IMG_3848 Carbón

Él era un muchachito de barrio. Corto de talla, estrecho de pecho y limitados posibles. De entendederas, las justas; de complejos, todos los habidos y por haber. Odiaba por completo cuanto era y representaba. Ella, de educación cristiana, la flor más bonita de la clase. No se sabe por qué, pero se enamoró perdidamente de él. Sería una pasión turca. O, tal vez, debió ser aquello de que el corazón tiene argumentos que la razón no entiende.

Ambos terminaron la misma carrera universitaria y ambos obtuvieron su primer trabajo cuatro provincias más allá de la suya. Tras años de convivencia lejos del hogar, de vuelta, con un nuevo trabajo para los dos en la mochila, cada cual regresó a su morada original, por no regresar los dos a la casa de él. Por petición de ella, ante un juez, sin otra compañía que dos testigos —por decisión de él—, firmaron unos papeles que han dado en llamarse contrato de matrimonio. Pasó el tiempo. Él mirándose a sí mismo; ella a los demás. No había engaño ni nunca lo hubo. Tuvieron dos hijos. Una por necesidad: de ella, de ser madre; otro por casualidad: a ella se le descolocó el DIU. La noche de autos contaban nueve y cuatro años, respectivamente.

Mientras él acudía a clases de canto y de violín, ella, cada día, se levantaba a las seis de la mañana. Arreglaba sus hijos, los llevaba al colegio, se iba a trabajar, los recogía del colegio, comía, fregaba los cacharros, planchaba, llevaba sola a sus hijos al parque —sábados, domingos y festivos incluidos—, les ayudaba a hacer los deberes, les preparaba la cena, les llevaba a la cama y les leía cuentos. Tras hacer la comida del día siguiente, terminaba acostándose de madrugada. De tanto ausentarlos, acabó por perder la noción de lo que era un capricho o un día de asueto.

Se engañaba a sí misma: cerró los ojos a la realidad que le rodeaba y los oídos a algún comentario mal o bien intencionado. Hasta que, presumiblemente, se topó con la realidad de bruces. Una realidad de falda corta, talle ajustado y recreo en el movimiento. Tal fue, que, casi por obligación, le planteó a él que aquello no podía seguir así. Bien es cierto que, en el fondo de su corazón, deseaba que todo siguiera igual. Sin ver ni oír ni sentir: como una familia normal.

Pasaron entre uno y dos meses desde que ella planteara la cuestión y, de forma premeditada, la tarde del cinco de enero, cuando Melchor subía a su carroza para iniciar la cabalgata —ella presente, llorando y sin decir palabra—, él les dijo a sus hijos que sus padres no se querían y que se marchaba de casa esa misma tarde. Le  faltó valor para decir la auténtica verdad: que él no quería a su madre y que otra le esperaba con una merienda cálida, húmeda y jugosa. Salieron juntos de casa. Ella con los niños, camino de la comitiva real; él con la maleta, en dirección opuesta. Dicen que la niña la espetó a su madre que todo aquello —la cabalgata y los reyes— era una farsa y una mentira, como, hasta entonces, lo había sido su vida. Dicen, también, que el niño, al paso de las carrozas, de vez en cuando se daba manotazos en la cara, a la altura del lagrimal. «No sé lo que me pasa hoy —decía—, que no hacen más que empañárseme los ojos». Dicen que la niña escupió al suelo al paso de Melchor y empujó a su hermano cuando se agachaba a recoger caramelos. Y dicen que, una vez terminado el cortejo, cuando volvieron a casa, después de quedar ensimismada, mirando las luces del árbol de Navidad, esa misma noche, la niña se encerró en su cuarto y escribió:

«Hoy es el día más triste de mi vida. Mis padres no se quieren y mi padre nos abandona».

Mis padres no se quieren y mi padre nos abandona. Qué palabra tan terrible y tan honda para un niño: el abandono, el «ahí te quedas» solo y desamparado. Y de los trescientos sesenta y cinco días que tiene el año, tuvo que sentirla justo la noche de su fiesta mayor, la noche de la magia y la ilusión, de la maravillosa y gran fábula que, desde tiempos ancestrales, se construyó entre todos, tan solo por ver esas indescriptibles miradas de emoción.

Ha pasado una docena de años desde todo aquello. Los niños dejaron de ser niños y ya nadie les cuenta cuentos; las heridas dejaron de ser heridas y hoy sólo son cicatrices: profundas cicatrices, pues nada de lo relatado tiene ni tendrá explicación. Las desavenencias forman parte de lo cotidiano. También la crueldad. Mas nunca con tu sangre: las bestias cuidan mejor de sus crías. Ni siquiera puede decirse que haya un único culpable. Sin embargo, varias preguntas sin respuesta alimentan el aire, desde entonces: ¿Qué queda en las entrañas de un ser que hace esto, tal día y de manera tan calculada? ¿Qué poderosa razón le empuja a hacer aquello? ¿Por qué ese día y a esa hora? Por más que busco no hallo más que una respuesta: una cama ajena y caliente le estaba esperando a él, como regalo de reyes.

Un paje de SS. MM. Los Reyes Magos de Oriente

Las horas perdidas

Cuando conocí a Quique su mirada estaba llena de dolor y ruina por el desamor. También lo estaba la mía. Llovía y, después de dos horas vagueando por la ciudad sin rumbo y sin paraguas, la lluvia me prestaba sus lágrimas. Me giré para verle al pasar cerca de la cornisa donde se protegía de las inclemencias climatológicas junto a ella. No dijo ni una palabra, pero supe su nombre y supe lo que sentía, porque yo también lo estaba sintiendo: por ella.

De ella, podría decir que la primera vez que la vi todo lo demás dejó de existir y que, desde ese día, la locura se adueñó de mi cerebro y todo mi pensamiento se llenó de ella… de ella… Hasta ayer. Pero me prometí a mí mismo ser fiel a la verdad y no traicionarla siquiera un ápice. De modo, que empezaré la historia por su primer acto, llamando a las cosas por su nombre y su razón, pues, pese al tiempo transcurrido, aquella realidad aún vive fresca en mi memoria.

Fue a comienzos de un mes de noviembre, cuando aún revoloteaban los ecos de una extinguida dictadura, junto a sueños de mis dieciséis años, ocaso de mi adolescencia. La joven cruzó el umbral de la puerta. Iba con otra chica un poco más alta y corpulenta. Los dos muy dispuestas y decididas. Seguras de sí mismas. Vestían ambas de manera llamativa para el momento y el lugar. Llevaban unos vaqueros ajustados remetidos en la caña de unas botas altas hasta la rodilla de color marrón. Ella, un jersey ancho de cuello vuelto en un tono rosa pálido; su acompañante, un cárdigan color tierra sobre una camisa azul celeste. Las dos rubias: ella, el cabello más tostado recogido en una coleta; su amiga, el pelo suelto y más soleado. Yo las observaba desde lo alto de la sexta fila del aula 3.2 del pabellón de tercero, mientras conversaba con Manolo, un chaval que hacía veinticuatro horas había conocido y al que el mismo azar de nuestro encuentro convertiría en mi compañero de aventuras y mi paño de lágrimas.

Entraron al aula con la carpeta contra su pecho, con un aspecto de pijas insoportable. Yo, por aquel entonces militante anarquista de base, en un juicio sumarísimo, dicté mi sentencia interior: «menudo par de gilipollas» —pensé—. Y, sin embargo, no pude por menos que desviar mi mirada de la conversación para ver su apoteósica aparición. Y, aunque no me percatara, secundándome, toda la clase al unísono se quedó observando la escena. Las chicas buscaron acomodo un par de filas más abajo de donde me encontraba y yo continué mi plática con mi nuevo amigo.

Así fue el primer día y la primera vez que la vi. Esa fue su tarjeta de presentación. Nada de flechazos y amores de arrebato espontáneo… Sí, fue así, exactamente así. Ojalá no la hubiera vuelto a ver nunca más. Porque todo cuánto sucedió en los meses y años que siguieron después fue un continuo desatino y desvarío del que, superadas ya las seis décadas, aún no he logrado recuperarme.

Medía metro sesenta y cinco, tenía un cuerpo breve, magníficamente ejecutado, la tez suave y algo morena, el cabello como el trigo, los ojos del color de la miel y una boca que era el canon de la perfección. Gustaba usar jerséis y blusas holgadas, tras las que se adivinaban unos pechos menudos, adecuados para el cuenco de la mano, y, tras los ajustados pantalones que solía gastar, un culito de porcelana china, escondido tras las extensas vestiduras. Si sólo hubiera sido por ésto, tal vez alguna noche me hubiera vertido por ella, pero la habría seguido viendo de la misma forma que la vi el primer día de clase en su entrada triunfal. No obstante, con el tiempo, observé sus movimientos y cadencias, de una frescura y femineidad apabullantes, y la oí hablar. Su voz sonaba como si deslizase las palabras en el aire, musical y siseante, con acento del sur: como el canto de las alondras al amanecer. No había trinar de pájaros que sonase mejor desde el cabo de Gata hasta el cabo de Ortegal. Creo que fue ahí, cuando oí el rumor que brotaba de su boca como una melodía, cuando enfermé de amores incurables y comencé a prendarme locamente de ella.

De la noche a la mañana, cada día de los que asistía a la Universidad, la chica me fue pareciendo distintas cosas. Y cada cosa que me parecía era más fascinante que la anterior. Empecé a escudriñarla con discreción: era más bonita que La Piedad de Miguel Ángel o que Giovanna Tornabuoni de Ghirlandaio. Y no era de cera ni de mármol, era de carne y hueso. Ni mucha carne ni mucho hueso. Medidas y proporciones exactas y perfectas como la académica belleza renacentista. Como si fuera un ángel. Y yo la observaba desde el infierno y desde mi frío tártaro. La veía recogerse la coleta con natural desenvoltura, escuchaba sus palabras, su risa… Como nos sentábamos más bien cerca, atendía a sus pensamientos… No sé cuántos días pasaron, pero poco tiempo después, una mañana en la que ella llevaba un suéter azulado, mientras, un metro más abajo y tres más al fondo de mí, conversaba con una amiga, me quedé mirándola como un bobo. Y así, sin darme cuenta, de repente, mi corazón se inundó de amor. Amor libertario, amor combativo, amor de trinchera… ¡Qué carajo, desatado y apasionado amor!

Con aquello del ensanchamiento de amistades que provoca cualquier situación de grupo duradera, y comoquiera que los territorios que pisábamos eran limítrofes, comenzamos a entablar relación, primero como compañeros, poco tiempo más tarde, como amigos, dentro de un amplio grupo. Después, poco a poco, el azar (o el carro de mi inseparable amigo Manolo) fue haciendo el círculo más pequeño. ¡La de veces que nos montamos juntos en el coche mi amigo, su amiga, ella y yo! 

Pero vayamos despacio. La primera vez que hablé con ella, yo ya sabía muchas más cosas suyas de las que pudiera imaginar. Sabía que había repetido algún curso de otra carrera y que su amiga era su hermana, menor que ella, pese a aparentar lo contrario. Pero ignoraba la principal. ¡Cuántos dolores me costaría esa ignorancia! En aquel instante, ya no la miraba como a una compañera normal. Creo que éso sólo lo hice el primer día que apareció en la clase y unos pocos más. Desde el siguiente a aquél en que la contemplé con el jersey azul, todos mis pensamientos se empezaron a centrar en cómo entablar relación con ella de una manera disfrazada. De modo que, superando mi tendencia a la introversión, me decidí a asaltar en el bus a un compañero que parecía el maharajá de un harén de nueve o diez hembras entre las que se encontraba mi musa. Me había pasado quince días subiendo siempre en la misma parada, esperando juntos siempre el mismo bus y «el tonto éste no me dice ni pío, sentándonos como nos sentamos a dos palmos en clase» —eran mis pensamientos—. Así que, prescindiendo de presentaciones, me fui hacia él. No sé si le hablé de Contabilidad o de Introducción a la Economía, del tiempo, o tal vez de Víctor, el conductor del autobús, con quién, merced a los oficios de un compañero de residencia mayor que yo, en una semana ya había entablado relación… La cosa funcionó. En dos días, mi amigo Manolo y yo, ya estábamos integrados en el grupo. En poco más de un mes, ya volvíamos los cinco en nuestro coche de la Facultad a casa.

Cuando llegaron los exámenes, aún no habíamos engrasado la mutua de socorros y apoyos recíprocos que Jose —que así era como se llamaba el chico de la parada del autobús—, Manolo y yo, terminamos por montar a partir del curso siguiente y que nos permitió remontar más de una decena de asignaturas. De manera que, pagando la novatada, nos repartieron estopa sin disimulo ni anestesia. A algunos. Yo tiré de casta y garra, y sobreviví a bastantes naufragios colectivos. Cuando en febrero salieron las notas de Estadística, la mía era la tercera mejor de toda la clase. Me lo anunció ella que, junto a su hermana, desde el tablón de anuncios donde estaban publicados los resultados de los exámenes, corrió a mi encuentro según entraba al pabellón, arrastrando los pies sobre el mármol del suelo, para decirme con una maravillosa sonrisa de asombro y admiración que ¡había sacado un ocho! Dios mío, aquello fue la gloria. La nota no, ¡su mirada y su sonrisa! Me pasé una semana entera rememorando su cara de afecto, al tiempo que, junto a su hermana, patinaba sobre el suelo en mi búsqueda. Y, de ahí a final de curso, buscando otra demostración de poderío que no terminé de conseguir.

Entretanto, cuando llegó la primavera, pasábamos juntos la mayor parte del tiempo que estábamos en la Facultad o camino de ella, pues las hermanas también cogían el mismo autobús que Jose y yo para acudir a la Universidad. El de vuelta siempre era en un Renault R8, azul marino, que mi amigo Manolo conducía con singular destreza. En apariencia, todo era una sana y franca relación de amistad con lazos cada vez más sólidos. En realidad, por aquellos lares, a mí el pulso se me aceleraba con su presencia. Y aún más intentando esconder lo que me ardía dentro. Porque, teniéndola tan cerca, la sentía inalcanzable. Como una diosa. Pese a ello, las dos mozas pronto se convirtieron en parte de nuestra legión de incondicionales en las interminables partidas de mus o asalto a las Flippers que los días que faltaba el profesor (o los que hacíamos pellas, que eran los más) saturaban nuestra existencia estudiantil. Sobre todo, la de Jose y la mía. Y, alguna vez, cuando prescindíamos del juego, echando la mañana por alto, éramos Manolo, su hermana, ella y yo, los que nos íbamos en nuestro coche a pasear por los parques de Madrid. Era tan fantástico estar a su lado, mirar su cara a un metro de la mía, ver su andar, oler su perfume, oír su voz, sentir como el viento mecía las espigas de trigo que crecían en su pelo y rozar sus manos con distraimiento… que jamás se me ocurrió intentar pasar a mayores. ¿Fue ese mi error? ¿O quizás ese paso hubiera sido un ejercicio de kamikaze? Así, día a día, fue ahogándose aquella asombrosa primavera (la de la moda juvenil) y, cuando el verano ya la asediaba, a mí sólo me quedaba por hacer un final; a ella, alguno más. De modo que, suspendidas las clases, cada día de exámenes yo acudía a la Facultad con cualquier pretexto tan sólo para verla y estar a su lado un día más… hasta que llegaron las vacaciones y cada cual tornó a su hogar.

El verano sólo sirvió para acrecentar el platonismo de mi amor. Si, al menos, me hubiera dedicado a entrar y salir con los amigotes, a acudir a las discotecas y el baile, y merodear hembras con propósitos de macho, tal vez habría conseguido olvidarla o, al menos, hacer sus recuerdos más livianos. Pero todas las chicas con las que pudiera mariposear, juntas, no valían ni un pelo que se le cayera de su tostada melena. Y yo hice del recogimiento mi castillo y mi torre del homenaje. Cuando llegó septiembre, me inventé una nueva excusa para presentarme en la Universidad en la fecha de sus exámenes, pues yo nada tenía que hacer allí hasta el curso siguiente. Ese fue el día en que conocí la dolorosa noticia. Al tiempo que cruzábamos dos besos de saludo, inicié una breve conversación con la hermana:

—Hola, Begoña, ¿cómo estás? Bueno, ya veo que estupendamente. Jejeje. ¿Qué tal el examen?

—Buff…. Lo han puesto difícil. Pero, en fin, creo que bien.

—Y tú hermana, ¿no ha venido? ¿No tenía que examinarse?

Con total detalle conocía yo cada una de sus notas y los días de septiembre que tendría que acudir a la convocatoria, pero la pregunta había que adornarla.

—Sí, sí, ha venido, no tenía más remedio, pero, nada más terminar el examen, se ha ido con Quique que ha venido a recogerla, porque hoy es su cumpleaños.

— ¿Quique? ¿Quién es Quique?

—Su novio.

—¿Y qué hace aquí su novio?

—Está estudiando Medicina. Está en tercero.

«Trágame tierra». Por extraño que parezca, nunca recordaré que día de septiembre era el que cumplía los años. ¿El siete de septiembre, como reza la canción de Mecano? Pero sí los que cumplía: diecinueve. Los mismos que, presuntamente, tendría el estudiante de Medicina. Yo, por aquel entonces, sólo contaba diecisiete. Sí, apuntaba alto. Siempre me gustó apuntar alto. A la vista de los hechos, mis aspiraciones sólo pasaban por un milagro. Y, como decía mi amigo Manolo, «para milagros a Lourdes». Y ahí era donde yo quería llegar: a Lourdes, porque ése era su nombre… Desde entonces y, a pesar de todos los años que han pasado, todos los onces de febrero una idea obsesiva que nunca ejecuté me sobrevuela la cabeza: «tengo que llamar para felicitarla.»

A ver, era de cajón. Una flor tan bonita como esa no podía estar esperando que llegara un panoli como yo para cogerla. Lo normal es que tuviera una legión de admiradores y algo más que devotos. Y así sucedía. Para colmo, la ninfa tenia diecinueve añitos y yo sólo diecisiete, según lo dicho. Menudo mazazo. Baño de realidad tras un verano de asceta, que me ahorró un par de viajes más del mes de septiembre para intentar verla.

Tras aquello, lo normal hubiera sido, bien comportarse como una aguerrida ave de presa, sin descanso, hasta obtener la pieza, estuviera guardada como estuviera, bien hacer mutis por el foro e intentar reconstruir por otra vía un alma encandilada de amores imposibles y un corazón hecho pedazos. Pero no pude. Ni lo uno ni lo otro. En el primer caso, yo era una persona tímida, respetuosa y de sólidos principios. La madurez que fue adquiriendo desde aquella época me los arrancó de cuajó. En el segundo, estaba tan ebrio de ella, que cada día necesitaba más sorbos de ese vino. Debió ser que me iba lo masoca o que mi caza aún no estaba bien preparado para lanzarme en picado y a tumba abierta con el propósito de estrellarlo contra la joya de la corona y fundirnos los dos en el fuego para siempre. Porque aquel otoño fue el otoño del amor. Las hojas secas que pisaba a cada paso caían de sus árboles muertas de amor, cada bocanada de aire que respiraba olía a amor, cada gota de lluvia que resbalaba por mi cara sabía a amor, cada roce en mis mejillas de los suaves rayos del sol otoñal me arrastraba las caricias de su pelo, lleno de amor, y, como le sucediera al Coronel Aureliano Buendía, mi Remedios la bella lo llenó todo de amor. Yo me daba cuenta de aquello, que aparecía en mi rutina desde el vapor del pan al amanecer, que dormía en mis sueños, surgía en mis apuntes que se negaban a ser memorizados, en el olor de la tierra mojada y en mis pasos perdidos por la ciudad, y que estaba en mi vida desde siempre y para siempre, porque en mi cerebro no había sitio para nada más. Pero era incapaz de luchar contra mi enfermedad. Si, al menos, hubiera dejado de verla. O, aunque sólo hubiera sido de frecuentarla. Porque esas tormentosas fiebres que padecía sólo se curan en soledad y yo pasaba todas las mañanas con ella, desde el autobús para ir a clase hasta nuestra despedida para el día siguiente en el automóvil de mi amigo Manolo. ¿Por qué destruir aquello, si estar a su lado era tan maravilloso? Porque, de verdad, lo era. Pero también era una tortura insoportable intentando tapar continuamente lo que me incendiaba el alma y temía que mi mirada fuera incapaz de ocultar. Mi introversión y timidez, que siempre me impidieron mirar a los demás a los ojos, fueron, entonces, las guardianas de un secreto que los míos, sin esa ayuda, hubieran sido incapaces de esconder. Por eso, de vuelta de la Facultad, cierto día que, en la radio de nuestro R8, sonó You’re the One That I Want, la mítica canción de la inolvidable película Grease, haciéndome el despistado, pregunté cuál era el nombre de la canción. Las dos hermanas respondieron al unísono, en perfecta traducción al castellano, pero no captaron el mensaje. Desde aquel día, cada vez que veo la escena final de la película, con la seductora y atractiva Olivia Newton John, me recuerda a ella. Pero mi musa era cien veces más bonita que Olivia. Pese a éso, recordándola, habré visto en cincuenta ocasiones esa cinta, a la par que rememoro los días felices de aquel año. Dicen que eso es la nostalgia, descubrir una felicidad del pasado y negarse a separarse de ella.

Cuando llegaron los exámenes anteriores a la Navidad decidí que había llegado el momento de atacar y lanzarse sin paracaídas y con los ojos vendados. Jamás pude imaginar lo que sucedería. Ni en mis mejores sueños, ni en mis peores pesadillas. ¡Estaba tan ciego!

El día del último examen del año, tras el mismo, estaba prevista una fiesta en la Facultad que organizaban los del viaje fin de carrera. Yo señalé esa fecha y momento como el día D y la hora H. Para iniciar el asedio la invité a comer a mi colegio mayor… y aceptó. ¡Sí, para mi sorpresa, aceptó! Quedé con ella en una conocida glorieta a medio camino entre su residencia y la mía. Yo, ácrata purista del momento, decidí personarme con la misma vestimenta de un día cualquiera —«¡Imbécil!»—. Ella apareció, vestida para la ocasión, de la forma más bonita que jamás la vi. Llevaba unos pantalones de pinzas de cuadritos en tono marrón, zapatos de medio y fino tacón, una blusa de seda igualmente amarronada, en cuyo cuello adornaba con un lazo de terciopelo también marrón oscuro, una chaqueta torera de idéntica tonalidad, una capa con capucha de color negro, el pelo desprendido de su coleta y una sonrisa cautivadora. Me plantó dos besos. Yo sentí sobre mis mejillas la suavidad de sus labios y su piel, al tiempo que respiraba su perfume, más intenso que de costumbre. Casi me da un pasmo. Comencé a sentirme seguro de mí mismo.

De todo cuánto hablé con ella ese día no recuerdo una palabra. Ni mía ni suya. Sólo sé que, al entrar al comedor, se hizo un silencio volcánico, que Miguel, un chico ciego del colegio, se sentó con nosotros y que la cuarta silla de la mesa se quedó sin ocupar. Dadas las circunstancias de Miguel y mi invitada, a mí me tocó acudir por la comida y retirar los platos de todos. Después, subimos a la habitación. Sí he de resumir aquellos instantes, me sobró timidez y me faltó decisión. No lo dije nada de lo que debiera haberle dicho aprovechando la ocasión. ¡Ese era el momento! Pero, tal vez, porque me fallaron las piernas o por mi manía de planificarlo todo y no salirme del plan establecido, decidí dejarlo para después del examen. Yo sabía cómo lo iba a hacer: mal, rematadamente mal, pero ignoraba cómo lo haría ella y no quería perjudicarla. O, tal vez, ese pensamiento no era más que una excusa de mi falta de valentía. Así que postergué el momento. Sólo era un puñado de granos de arena de un reloj que ya se había puesto en marcha. Un par de cientos de minutos que se convertirían en trampas para perder: en horas perdidas. Cuando poco más tarde, Manolo pasó a recogernos con su R8, al llegar nosotros, todos nos esperaban: el conductor, Jose y Begoña. Al vernos aparecer, tanto Jose como Manolo, me miraron con una sonrisa cómplice. Debieron pensar que me había cuadrado delante de ella y de rodillas le había dicho: «he querido que vengas para pedirte que te cases conmigo» que fue lo que debí haber hecho y no hice, y que ella había dicho que sí, porque más tarde me dirían que, en ese instante, pensaron que todo estaba hecho… Pero no lo estaba.

Pasé las dos horas de la prueba con la angustia instalada en el vientre. No sé qué narices me preguntaron y menos aún lo que respondí y si lo respondí. Fue el peor examen que he hecho en mi vida y la única asignatura de la que, en ese curso, tuve que examinarme en junio… y en septiembre. Cuando dijeron que se podía entregar el examen, con lo poco que tenía escrito, acudí raudo a darlo y me fui en busca de mi amada. Ese fue el punto de inflexión del día y de esta crónica.

Me dispuse a averiguar su paradero, que bien lo tenía marcado, y a pegarme a ella como una lapa hasta la llegada de la hora H, pero ya compartía su tiempo con una amiga manchega, de cuyo nombre no quiero acordarme. Empezábamos a ser un trío. Mal número. Y así acudimos a la fiesta. Tras unas cuantas idas y venidas, finalmente, me percaté: tenían intención de darme esquinazo. Y, antes de seguir haciendo el ganso por más tiempo, decidí apartarme. Por el momento. Había decidido estrellar mi caza esa noche y lo iba a hacer, ardiera lo que ardiera. Me encontré, por casualidad, con un viejo y gran amigo, con quien me dispuse a tomar una copa mientras los minutos iban devorando la arena de mi reloj. Con mi mente en otros lares, charlamos largo rato, dejando discurrir un tiempo que necesitaba se fuera consumiendo, hasta que, a lo lejos, percibí que el ritmo de la música se había pausado. Nuestras últimas palabras fueron un rosario de monosílabos cortantes por mi parte hasta que, por fin, me despedí de él en cuanto pude. Aquellos instantes, y los que sucedieron a continuación, forman parte de ese territorio donde el tiempo y el espacio parecen comportarse de manera anómala. Y, sin embargo, persisten en mi memoria como los relojes del cuadro de Dalí. La arena del mío se esfumó.

Cuando accedí al hall donde se celebraba el baile, Santana tocaba Samba pa ti y Manolo apareció buscándome y chillándome desesperadamente, mientras yo con los ojos enloquecidos la encontraba a ella bailando en brazos de otro. Jamás olvidaré lo que duele cada nota de esa canción.

— ¡Gilipollas, gilipollas, gilipollas, que eres un gilipollas! ¿Dónde estabas? Llevo media hora buscándote. La que se ha liado. Voy a ver si puedo hacer algo.

Creo que las palabras transcritas fueron una de las mayores demostraciones de amistad que he tenido en mi vida. Con aquellos insultos, mi amigo me estaba diciendo a gritos que su dolor se unía al mío. Yo enmudecí tragando quina según veía la escena, al tiempo que, por dentro, pensaba

—«Manolo, por favor, cállate. Cállate, porque si no te voy a soltar dos hostias. Que no hace falta que me lo digas tú, que ya me basto yo solito para decírmelo.»

—Nada. Imposible. ¿Pero qué ha pasado? Si yo, desde que os he visto aparecer esta tarde, ya pensaba que lo teníais hecho.

—Pues ese es el problema, que no ha pasado nada. Sólo lo que ves.

Y lo que se veía es que ellos tenían las cabezas una apoyada en la otra y los cuerpos apretujados… Y otras cosas más que no quise verlas… ¡Y yo pensando que tenía novio!

Cuando acabó la fiesta, los cinco volvimos a casa en nuestro R8. Sí hubiera sido sólo mío, las hermanas habrían vuelto andando. Pero no lo era. Y Manolo era un caballero. El viaje de vuelta resultó un cortejo fúnebre y yo, a pesar de las circunstancias (o debido a las mismas) estaba dispuesto a soltar todo lo que llevaba dentro. Pero mejor dejaremos esta noche a un lado, como si nunca hubiera existido.

La mañana siguiente me monté en el autobús. Iba casi vacío. Saludé a Víctor y, según piqué el billete y levanté la vista, la vi al fondo, sentada en los asientos que estaban justo encima de las ruedas traseras del vehículo. Me fui directo a ella y me senté a su lado, mientras sus ojos se desviaban a la ventana, queriendo ignorarme. No la dejé. No tuvimos mucha conversación. No era el momento ni el lugar. La cité en la biblioteca del pabellón prefabricado, media hora después de llegar a nuestro destino, porque ella tenía que encontrarse con no sé quién para hacer no sé qué. Me permití el lujo de envalentonarme y amenazarla:

— ¡Como no vayas… como no vayas…!

Y fue. Con prisas y urgencias renovadas para marcharse pronto, pero fue. Y, según caminábamos de un lugar a otro, herido como estaba, en lugar de sacarle la encendida adoración que durante tanto tiempo le profesé, le saqué a la bestia que llevaba dentro y todos los reproches que, de la noche a la mañana, me habían crecido en las entrañas. Ella, acorralada, se dedicaba a echar balones fuera. Llegó el momento de la fiesta.

—Pero ¿qué me estás diciendo? ¿Por qué me dices éso?

—Porque no me gusta que jueguen conmigo al escondite ni que me estén toreando.

—Me lo pasé muy bien con … (la amiga manchega innombrable)

— ¡Y con quien no fue … (la amiga manchega innombrable)!

Me salió del alma. Creo que es la mejor frase que le he dicho en toda mi vida.

—Bueno, pues, para lo que me estás diciendo, yo creo que lo vamos a dejar, porque yo no he venido aquí para ésto. Además, he quedado con Jose para que me explique una cosa.

Durante dos o tres interminables segundos, yo la miré en silencio con cara de perdonavidas, aguantándome lo que, de verdad, me quemaba la garganta y para lo que me había citado con ella. Y volví a dejar inacabada la obra. ¿Merecía ya la pena acabarla?

—Pues sí, mejor vamos a dejarlo.

Ella se fue despacio hacia el decanato y yo me quedé allí solo, mirando al enlosado como un bobo. Una vez más.

                                                           *****

— ¿Tú sabes lo que me ha dicho? ¿Tú sabes lo que me ha dicho?

Ésta era la retahíla que le decía una y otra vez a Jose. Sin salir de ahí. Jose, muy pragmático siempre en sus pensamientos, se decía a sí mismo:

—«Pues no, hija, no lo sé. Pero si tú no me lo cuentas, no lo puedo saber.»

Y así se quedó. Sin saberlo. Hasta hoy. Porque yo tampoco se lo conté. Sólo le relaté que no le había dicho nada para que pudiera estar tan agraviada. Por aquella época pensaba que las verdades no podían ofender y que los discursos, por hirientes que fueren, duelen menos que las acciones. Y lo mío fueron palabras, lo suyo fueron hechos. Y es que, mientras ella se marchaba, yo me quedé mirando fijamente una baldosa del suelo a la que le dije todo lo que se me quedó enredado entre la boca seca y el paladar y hubiera querido decirle a ella gritando:

— «No. No lo vamos a dejar, porque todavía no he terminado de decirte lo que te quería decir y no me voy a quedar sin terminarlo. ¿Y sabes por qué te digo todo esto? Porque no vivo ni duermo, porque siento escalofríos, porque tengo el pulso acelerado continuamente y porque soy tan imbécil que me gustan las golfas… ¡Porque me gustas tú, payasa! ¿Te enteras?»

—«Lourdes, ¡te quiero! Estoy perdidamente enamorado de ti y no lo puedo reprimir ni remediar. ¿Es que no te das cuenta?»

A día de hoy, aún me sigo arrepintiendo de no haberle hecho esa lacerante declaración de amor. Y, entonces, sí hubiera entendido que estuviera ofuscada y ofendida. O, tal vez, ésa hubiera sido la forma de eliminar la afrenta. Pero todo lo que me salía al exterior era bilis de las llagas que me habían erosionado por dentro, como un volcán cuando entra en erupción.

Después de ponerme en ridículo yo solo no sé cuantas veces, tras las vacaciones de navidad, volvieron las clases y, con ellas, una odiosa rutina, incluida la del regreso a casa en nuestro R8. Debo decir que, en aquellos días, dentro del turismo, todo era una aparente normalidad, excepto nuestra común relación que era inexistente a todas luces. Hubiera sido fácil para ella volver en el bus, pero se dejaba llevar. Manolo no desesperaba ejerciendo de celestino, así que un día, en el que Jose iba delante con él y yo detrás con las dos hermanas, paró el coche frente a mi colegio y se empeñó en que nos despidiéramos con un beso.

—No quiero

— ¿Cómo? ¿Que no le vas a dar un beso de despedida? ¿A ver qué te ha hecho? Pues de aquí no muevo el coche hasta que no se lo des.

—Manolo, déjalo. No hagamos más el tonto.  Venga, dejadme que me bajo —dije yo—

— ¡Que he dicho que no! ¡Que no te vas a bajar sin que te dé un beso!

Y cedió. Al tiempo que yo llevaba mi rostro a su boca, acercó su cara a la mía. Y cuando me disponía a besar su mejilla, ofreciéndole la propia, giró la cabeza y nuestros labios se besaron con suavidad. Todo el mundo lo vio. Los colegiales que zanganeaban a la puerta del colegio lo vieron y así me lo hicieron saber, celebrándome. Yo me callé que no había nada que celebrar. ¡Era tan humillante admitir la cruda realidad! Todavía no sé por qué giró la cabeza o si fui yo quien la giró, si pensó que Manolo le estaba pidiendo éso o mi inconsciente me llevó mi boca a la suya, o fue un involuntario error.

De nada sirvió la escena, excepto para aparecer ante mis otros compañeros como un galán. Nuestras diferencias seguían y siguieron in crescendo, hasta que una mañana de marzo, de regreso de las clases, con tiempo, Jose propuso tomar algo en un bar junto a su casa. Manolo aparcó el coche y nos bajamos los cinco. Entramos a una moderna cafetería que hacía esquina, junto a la calle Reina Victoria, con unos amplios ventanales. No sé de qué iba la charla. Sólo recuerdo que yo miraba por la ventana intentando ignorarla. Hasta que Manolo levantó la voz:

—Bueno, ¿y a vosotros dos qué os pasa?

Ella calló. Yo sentí la pregunta como el resorte de dos banderillas negras, salté como un tigre y sentencié la conversación.

—Lo que pasa es que la gente ni siquiera es capaz de ser sincera consigo misma y vive llena de continuas mentiras. Éso es lo que pasa.

No hubo respuesta ni nadie añadió nada más a mi frase lapidaria. En realidad, sin pretenderlo, mis palabras eran un torpedo directo a su línea de flotación, pues, por aquel entonces, ella llevaba una doble vida inconfesable.

Después, cuando salimos del bar, ella se quedó rezagada, pensativa y en silencio. Yo lo advertí y, también solo, dejé que ella me alcanzara. Luego, dispuesto a enterrar mi hacha de guerra y asumir la derrota, con enorme dulzura, le hablé:

—Lourdes, me gustaría tener una charla contigo.

Me prepuso varios sitios. Le negué todos.

—No me gustan los moscones. Tendrá que ser en otro lugar.

Yo intenté por todos los medios que fuera lejos de la Facultad. Al final, pese a mis negativas, ella también se encerró y me coló un gol. Quedamos en la cafetería del decanato al día siguiente.

Cuando llegamos, nos sentamos en una mesa mirando al pabellón de segundo. Creo que no pedimos nada ninguno de los dos. Mi cara se llenó de tristeza y de melancolía, mirando las pintadas que había sobre el mármol beige del edificio frente a nosotros. «República democrática. OPI», rezaba una de ellas, con tinta morada; «se busca tío bueno, macizo, interesado en hacer señales de humo de dos a tres en la puerta del sol», rezaba otra. Pensé en ofrecerme para esto último.

—Bueno, ¿qué es lo que me quieres decir?

—A ver, Lourdes, no sé por dónde empezar.

Y comencé un patético y triste relato de sinceridad libertaria aplastante.

—La primera que te vi, me pareciste gilipollas —se lo solté tal cual. En su cara—. Después, con el discurrir del tiempo, cuando nos conocimos, cada día me fuiste pareciendo una cosa más hermosa que la anterior, hasta que perdí la cabeza por ti…

Durante más de media hora me desnudé y desarmé delante de ella por completo. Ese día me gané el cielo de los mansos… y la eternidad del purgatorio. Le relaté el naufragio en el que se había convertido mi vida desde aquel instante en que, con su suéter azulado, me quedé embobado mirándola, hasta la desgraciada noche en que Samba pa ti se convirtió en una canción maldita. Le pregunté por qué accedió a ir a comer sola conmigo. «Porque me habías invitado», fue su respuesta; le pregunté por qué vino tan bonita. «Porque luego había una fiesta», contestó; le pregunté por qué vino su amiga. «Porque habíamos quedado para ir a la fiesta». ¡Eran todas las contestaciones tan simples!

Después de mi plática le dije si tenía algo que comentar. «Nada», —dijo ella— y, aunque con tono de comprensión, seguidamente añadió la frase más estúpida, vacía y sin sentido que podría haber añadido en aquella ocasión:

—Que la próxima vez que te fijes en alguien procures que no tenga novio.

¡Qué grandiosa estupidez, dados los acontecimientos recientes!

Pese al relato, ninguno de los dos nos atrevimos a usar la palabra amor. Ni siquiera como raíz o formando parte de otras.

A continuación, ella se abrió un poco ante mí. Le preocupaba y le pesaban en la conciencia los dimes y diretes que corrían por toda la clase, alguno de los cuáles había tenido que escuchar en directo. Si dijera que tras el baile prenavideño todos los comentarios de los hombres de la clase (y muchas de las mujeres) respecto a ella se resumían en cuatro letras, todo el mundo lo entendería, aunque la realidad es que, de común, empleaban la expresión de cinco.

— «¡Pero qué zorra! ¡Si tiene novio!»

Me preguntó qué podría hacer para que sus y mis compañeros dejaran de tener esas habladurías. Y yo, dolido por la insensatez de su frase, seguí con mi franqueza:

—No hacerlo.

El partenaire con quien pasó bailando aquella aciaga noche —el moscón— apareció en escena. Como de pasada. Desde la funesta fiesta, la ninfa tenía una relación de pareja con él a la par que aún mantenía el noviazgo con su antiguo novio. De modo que, dicho todo cuánto teníamos que decirnos, dimos por terminado nuestro encuentro con bastante frialdad. Pese a ello, sentí que había ganado mi liberación y, a partir de esa noche, respiré. Aunque mi caza hacía tiempo que lo había estrellado, lo había hecho sin palabras. Ahora, todo cuánto tenía que decir lo había dicho. A destiempo y derrotado, pero lo había dicho.

Quizá la influencia de mi descarnada sinceridad fue mucho más decisiva de lo que se pudiera pensar. Esa misma tarde, después de recorrerme en solitario las calles mojadas de Madrid, mientras la lluvia se resbalaba por mi cara durante dos horas, de regreso a mi guarida, conocí a Quique. Era un chico delgado y bien parecido con cuya cara sentí empatía. Se hallaba junto a ella, bajo el techado de una sucursal del Banco Central, guareciéndose de la lluvia. Sin duda alguna, ese día y en ese momento, Lourdes le estaba diciendo adiós. Como, brevemente, yo se lo dije a ella, al pasar bajo el saliente y girar la cabeza hacia atrás, pera verlos en la esquina de la calle.

Si de un vistazo se puede juzgar a las personas, el moscón —que en este relato no debe ni puede ser nombrado—, no le llegaba a Quique ni a la suela de los zapatos. A mí tampoco. No era más que un cretino y un zángano de los que van con chulería de niños monos atusándose continuamente el pelo, pero que, si se lo cortas, como Sansón, se quedarían en nada; un pelotillero y un lameculos, que, como todos los que había en clase de su calaña (tres o cuatro), terminó quedándose de ayudante en la Facultad a base de hacer pasillos, reverencias, genuflexiones y besamanos. Y ahí sigue. Como esas aptitudes están muy bien pagadas, debe haber ascendido después de tanto tiempo. Ni siquiera fue capaz de sacarse la cátedra. Y eso que hoy cotizan, y mucho, a la baja.

Los meses siguientes fueron duros. Muy duros. ¡Me costó tanto olvidarla! Poco a poco las hermanas se fueron distanciando de nosotros, cosa que yo agradecí. En la vida hay muchas veces que se pierde, y yo había perdido estrepitosamente. Pero —dicen— no por eso tienes que desmoronarte. Hay que levantarse una y otra vez y hay que seguir siempre. Y éso hice. Me hubiera sido imposible hacerlo con ella al lado, porque a cada instante me habría sentido besando no sus labios, sino la lona. Como un boxeador sonado y noqueado. De vez en vez, la veía con el necio ése, las más de las ocasiones discutiendo en lugares donde se creían solos. Y yo me relamía por dentro. Pero ella debió de sacar una buena lección de todo lo que sucedió, porque algunos años después se casaron. Y aún siguen.

Soy un buen profesional de mi oficio. Algunos dicen que magnífico. Como siempre recelé de los elogios, aunque ésos no busquen recompensas, me fiaré sólo de mi instinto y dejaremos el calificativo en bueno. Y es que la investigación es lo mío. Por ello, aunque desde que acabé mis estudios no la he vuelto a ver, sé muchas cosas suyas. Sé que se casó con el interfecto, que tuvo dos hijos, ambos varones, conozco el nombre de sus hijos, la calle y el número donde vive, su teléfono, su dirección de correo electrónico, sus frustraciones profesionales a la sombra del memo que hizo su marido, sus chanchullos para obtener ciertos puestos de trabajo en alguna de las muchas empresas públicas con las que se despilfarró el presupuesto del Estado con ocasión de la celebración de los fastos del quinto centenario del descubrimiento de América, sus plazas de interina, seguramente enchufada, como auxiliar administrativo en la Universidad y una muy reciente oposición restringida en la que, después de un sinfín de chascos, obtuvo la plaza. Una plaza que no puede satisfacer las pretensiones de una licenciada y sólo debe saber a desengaño. Un fracaso, además, cuasi regalado. Sé también dónde trabaja y paseo muchos días a cien metros de ese lugar porque tengo una casa cerca. Sería sencillo dejarse caer por allí y decir aquello que decía la canción: pasaba por aquí. Y, pese a todo éso, también sé que, salvo un milagro, nunca más la volveré a ver. Hubo un tiempo en que la hubiera reconocido de espaldas entre un millón. ¡Me conocía tan a la perfección cada poro de la piel de su cara y cada palmo de su cuerpo! Pero hoy sé que, si nos encontráramos frente a frente, si nos cruzáramos por la calle rozando nuestros abrigos, no la reconocería. Ni ella a mí. El tiempo, ese cabrón inclemente que cada día al levantarme me está ganando la partida, sin ninguna duda, habrá hecho de nosotros dos extraños. Pero, si aún no fuera así, si la reconociera, sí nos reconociéramos, ¿qué tendríamos para recordar? ¿Sería capaz de volver a encender su sonrisa y su admiración como algún día me sentí capaz de hacer? ¿estará ella tan ajada como yo me volví orondo? No quisiera volver a verla y, como la Penélope de Serrat, los ojos llenitos de ayer, decirle aquello de «tú no eres quien yo recuerdo».

De manera que, exprimiendo la nostalgia que me atrapó según escribía ésto, por quincuagésimo primera vez, me voy a ver la película de Grease, para relamerme viendo a Olivia Newton John en su escena final. Una Olivia que, teniendo treinta años, parecía que tuviera diecinueve. Los que ella tenía mientras el destino me robaba y se llevaba para siempre mis horas perdidas.

Rincón de soledades

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Hay en este rincón de soledades saetas de venganza y olivos grises. Y una soga negra, apretando desde los hombros a las muñecas, que se escurre a través de la manteca de la envidia. Y hay, también, un silencio cómplice de miradas comparsas, cobardes y cainitas, acomodadas en una fingida ignorancia. Y todos ellos empujan con fuerza al ostracismo. Hay en esta cueva olores nauseabundos a seres que se dicen humanos y no son más que pedazos de carne mal compuestos. Y miradas de horror de náufragos que no pueden alzar la voz. Y dolor, callado dolor.

Pero hay también cristales a través de los que se cuelan los azules del cielo y, un poco más allá, sobre la tierra, se adivinan colores de campos de trigo en flor. Y encinas donde saltan las ardillas. Y retamas donde, en invierno, los conejos argamasan sus bunkers, sus castillos y sus murallas, para que, al llegar la primavera, puedan romper las ataduras que los recluyen y los gazapos salten y jueguen a hurtadillas de furtivos y amenazantes cazadores, matarifes de la belleza.

Hay en este rincón de soledades dos estanterías, un ordenador, una mesa y tres sillas: una huérfana, de un corazón que se quiebra por dentro; las otras dos, las más de las veces vacías. Y un ventanal del suelo al techo por donde, a raudales, entra la libertad. Porque si uno puede ver, y oír, y perder su vista en el horizonte, puede volar hasta el limbo y deshacerse de los amarres. Y de las saetas. Acá y allá, por el asfalto, se deslizan miles de vehículos de origen y destino desconocidos y, en lontananza, se pierden los caminos brunos, enredándose en un pequeño bosque, donde el suelo se alza para ascender hasta la bóveda celeste y llenar de sugerente misterio el más allá. Y, en el aire, a veces, el viento trae soplos de rabia, estampando sus gritos enloquecidos y piedras de agua contra las paredes de cristal; mientras otras se puebla de emigrantes que dibujan en él una lanza, al tiempo que cantan su rumbo; y, en ocasiones, se ennoblece de brisa serena. Y de paz.

Hay, en esta tierra que no piso, aquelarres y machos cabríos, y una legión de borregos que no conocen más luz que la del fuego de las hogueras. Y con él se queman. Y con él me incendian.

De vez en cuando la vida

Londres

La policía tardó en llegar cerca de una hora. A las puertas de los juzgados, mi mujer y yo la esperábamos junto a Irene, a quien, a medida que transcurría el tiempo, el cristalino se le iba llenando de agua. Ella era una chica que dijo tener dieciocho años y un auto de discapacidad intelectual en trámite. También contó alguna cosa más que no sé si debiera relatar aquí.

Me había topado con ella a las puertas de la estación de autobuses. Prácticamente, se me echó encima para pedirme que le indicara por donde se salía de la cuidad. Eran las diez de la noche y finales del mes de abril. La pregunta me desconcertó. ¿De qué planeta había llegado aquella chica que no sabía salir de una ciudad? ¿Hacia dónde quería ir? La miré y, al tiempo que le interpelaba sobre su destino, observé su cara y su mirada. Era la de un conejillo asustado y perdido, con una cierta desesperanza. Su respuesta fue aún más desconcertante:

—Donde sea.

— ¿Cómo que dónde sea? ¿Querrás ir a alguna parte en concreto?

—No lo sé. Me da igual. Solo quiero salir de esta ciudad.

—Pues, ¿qué te ha hecho la cuidad para que quieras huir de ella de esa manera?

—Nada, pero me quiero marchar.

—Vamos a ver, ¿cuántos años tienes?

—Soy mayor de edad. Aunque tengo una discapacidad intelectual, soy mayor. Tengo dieciocho años. Ya los he cumplido.

La referencia a su discapacidad me sorprendió. Por diversos motivos, a lo largo de mi vida, había tratado con personas en esas circunstancias y a todas siempre se les notaba algo, que, ni en aquel momento ni después, yo observé en Irene.

— ¿Te has ido de casa? ¿Te has enfadado con tus padres? ¿Dónde vives? ¿Por qué dices lo de la discapacidad intelectual?

—Vivo en San Cristóbal, pero mis padres no me quieren en casa. Mi padre me ha dicho que mientras no lleve dinero que no aparezca y mi madre está loca, porque le sigue el rollo a mi padre. Lo de la discapacidad es algo que me está tramitando la asistente social y la jueza. Me han dicho que ya pronto lo van a sacar porque tengo un síndrome de atención deficiente.

— ¿Y eso?

—Ah, no lo sé. Lo tengo desde pequeña, aunque me lo han descubierto ahora.

— ¿No tienes dinero para coger un autobús?

—No, no tengo nada. Yo nunca tengo dinero.

Mal aspecto tenía aquello. ¿Le decía un par de buenas palabras y me desentendía? No pude. La conciencia me recordaba otra situación nocturna de la cual me había escabullido por ciertos miedos irracionales que aún me desollaba las partes más tiernas del corazón. Además, estaba la referencia a su minusvalía. De modo que decidí tomar partido e intentar ayudarla. La ayuda no podía consistir en darle dinero. Eso sería desentenderse.

—Vamos a ver, ¿tú no te das cuenta que, siendo chica, en plena noche, caminando sola por la carretera, y con tu edad y tu aspecto, estás expuesta a un montón de peligros?

—Me da igual. Yo solo quiero largarme de aquí.

— ¿Tienes abuelos? ¿O tíos?

—Mis tíos no quieren saber nada de mí, porque le tienen miedo a mi padre, que no es mi padre, según dice él. Y a casa de mis abuelos no puedo ir, pues tengo orden de alejamiento, porque dice la jueza que hay riesgo de prostitución.

— ¿Cómo que hay riesgo de prostitución?

—Sí, es que mi abuela se dedica a ejercer de meretriz desde hace tiempo.

— ¿Y hermanos, no tienes hermanos mayores?

—Sí, pero todos viven en mi casa. Mi hermano el mayor con su novia y con su niña y luego está mi otro hermano que está solo.

— Pues ¿cuántas habitaciones tiene tu casa?

—Dos.

— ¿Y en dos habitaciones vivís tus padres, tu hermano, su novia y su niña, tu otro hermano y tú? ¿Pues dónde dormís?

—Mis padres duermen en su habitación y en la otra duermen mi hermano con su novia y su niña. Mi otro hermano y yo dormimos en el salón, cada uno en una colchoneta sobre el suelo. Bueno, eso era antes. Ahora en el colchón que era mío duerme mi padre, que me echó del mío, y mi hermano se ha llevado el suyo a la habitación de mi madre.

—Y, entonces, ¿tú donde duermes?

—Cuando estoy en casa en el suelo del salón. Bueno es que antes estaba en una casa acogida en Madrid. Pero me escapé, pues estaba harta de estar allí, porque siempre me estaban diciendo lo que tenía que hacer.

— ¿Y por el día qué haces?

—Me voy a la calle.

— ¿Te pasas todo el día en la calle?

—Sí, es mucho mejor que estar en mi casa.

— ¿Y qué haces?

—Nada.

— ¿Nada de nada?

—Nada. Simplemente ir de un sitio para otro.

Me detuve una vez más a observarla. La chica era bien agraciada y, según me iba respondiendo, la mirada se le iba agrietando entre lágrimas reprimidas. De dolor y de angustia. Y también de cansancio y hartazgo. Sobre una de sus muñecas y sobre el antebrazo se apreciaban pequeñas manchas redondas, que supuse corresponderían a las cicatrices que quedan tras las ampollas producidas por quemaduras de cigarrillos, apagados sobre su piel. En el fondo, no era más que un animalito asustado, buscando desesperadamente un refugio y un algo, por nimio que fuera, a lo que agarrarse. Como si fuera una torcaz con las alas partidas de dos plomazos, arrastrando sus dos patas por el asfalto, como la que hacía dos días había visto desvalida a las puertas de mi casa, implorando clemencia.

—Bueno, yo creo que deberías buscar una casa de caridad o algo así para dormir esta noche. Y mañana, más tranquila, pensar lo que haces.

— ¿Y donde busco yo eso?

— ¿Qué tal te llevas con los curas?

—Bueno…

—Yo creo que si vas a una casa parroquial de alguna iglesia te darán asilo por esta noche. No temas. A pesar de todo lo que se dice por ahí no creo que te hagan daño. Y te ayudarán.

— ¿Y dónde hay una iglesia?

—A ver, mira, yo venía a buscar a mi mujer que debe estar llegando en un autocar. Si me esperas aquí a que vuelva, te acompañamos. Voy a tardar solo cinco minutos.

Me sobraron dos, porque apenas tardé tres. Cuando entraba a la estación mi cónyuge ya se dirigía hacia mí por la explanada. Nos dimos sonrientes un beso de recibimiento y, enseguida, le conté el problema que me acababa de surgir.

— ¿Pero qué me dices?

—No sé si estará o no ahí afuera cuando salgamos, pero le he dicho que la vamos a acompañar a una iglesia.

— ¿A cuál? Vas tú listo. Ahora los curas no viven en las iglesias, sino en sus casas. Habrá que llamar a los servicios sociales.

Cuando salimos, estaba al otro lado de la acera mirando expectante. Me dirigí a ella y le comenté las dificultades de la iglesia. Le dijimos que llamaríamos a los servicios sociales, según ascendíamos la cuesta que desde la estación te adentra en la cuidad.

Mi mujer sacó su móvil del bolso, descolgó el teléfono y llamó al 112. Expuso la situación. Le pasaron con la policía. Al otro lado alguien preguntó por la filiación de la chica.

— ¿Cómo te llamas?

—Irene.

Mi mujer lo trasladó. No era suficiente. Querían los dos apellidos. Se lo preguntamos y los dijo con desgana y un cierto temor. Nos pidieron un lugar de encuentro. ¿Dónde podíamos quedar, que fuera fácil localizar?

—En la puerta de los Juzgados —le dije a mi mujer—. Están aquí al lado.

Y allí nos dirigimos.

La espera de la policía fue larga y angustiosa. Inocentemente, yo pensé que mi mujer había hablado con alguien de servicios sociales. ¿A esas horas? —me diría después—. En esa árida espera, hablamos de sus estudios (apenas los primarios), de sus estancias y escapadas en diversos centros de acogida, de los motivos por los que se escapaba, de su aversión al cumplimiento de las normas (ella, que cuando salía de casa era un pajarillo lleno de libertad), de sus aficiones, de lo que quisiera ser de mayor y de ciertas cosas de su vida actual y pasada, cuyo solo relato te destrozaba el alma.

— ¿Para qué preguntas? Si era mejor no preguntar y no saber. Si estaba claro todo lo que había. Y lo demás podría intuirse. Nosotros sabemos que esas cosas existen. Te lo cuentan todos los días en los telediarios. Pero no podemos permitir que se adentren en nuestro círculo de intimidad. Es mejor vivir fuera de ello, porque eso no forma parte de nuestra existencia. Y no queremos que lo forme nunca —me diría después mi mujer.

Yo apremié a mi pareja para que insistiera con los servicios sociales, porque pensaba que a esas horas pocas urgencias tendrían y, además, veía que la chica se empezaba a poner tensa y asustada, quizás, más avezada que yo, temiendo lo que iba a llegar. Mi mujer continuó ocultándome que quien vendría sería la policía y volvió a llamar. Le dijeron que habían tenido que atender otras urgencias —la policía, claro— y que, al terminar, irían.

Siguió avanzando el reloj. Volví a insistir a mi mujer en la poca seriedad de los servicios sociales para que repitiera una nueva llamada. Tras una pequeña disputa, lo hizo. Después, aprovechando que Irene se había apartado un poco, me confesó que quien vendría sería la policía. Aún tardaron un cuarto de hora más. Bajaron de un Peugeot 309 oscuro. Dos tíos jóvenes de anchas espaldas y brazos de gimnasio. Se disculparon por la tardanza. Antes de nada, les hice identificarse y ambos sacaron un pedazo chapa, que les debía pesar más que la hombría, que llevaban colgando del cuello. Después dijeron conocer a la chica:

—Tú eres la hermana de «el Furla», ¿verdad? —preguntó uno de ellos, respondiendo la muchacha con un gesto afirmativo.

Luego nos dijeron —a esas alturas, ya poca falta hacía— que formaba parte de una familia desestructurada. Demasiado dulce me pareció esa expresión, para todo lo que había visto y oído. Más tarde, uno de ellos se acercó a la muchacha y, al tiempo que el otro nos pedía la filiación y los datos del encuentro, se puso a conversar con ella. Nos dijeron que ya se hacían cargo de la situación y nos dieron las gracias. No sé si fueron protocolarias o reales. Según nos preguntaban, la chica tenía los ojos encharcados. Al marcharnos, con gran afección, le dije:

—Que tengas suerte, Irene. Aunque ya sabes, debes cumplir las normas, porque uno no puede hacer siempre lo que quiera.

                                                                       ******

Me costó trabajo no darme la vuelta para verla, porque, en algún momento, me sentí responsable de su felicidad. No volví a saber más de ella. Bueno, no del todo.

Años más tarde, ya anochecido, mientras, con mi mujer y mis hijos, esperaba la cola para subir a la noria que existe junto al Big Ben en Londres, de repente, delante de nosotros, vi una chica que, al entrar al cangilón y darse la vuelta, se nos quedó mirando. Por un segundo, nuestras miradas hicieron contacto. Vestía casual wear de marca e iba con otra chica, que supuse una amiga. Mientras se soltaba el pelo y lo volvía a recoger en una coleta, de manera imperceptible y enigmática sonrió, al tiempo que yo también lo hacía, según nosotros entrábamos al siguiente elemento de la noria. Pese al lugar, en ese momento, en uno de los kioscos que, a modo de una pequeña feria, existían junto a la atracción, se oyó a Serrat cantando:

De vez en cuando la vida toma conmigo café
y está tan bonita que da gusto verla.
Se suelta el pelo y me invita
a salir con ella a escena…

Después, en unos segundos, la cuidad de Londres quedó a nuestros pies. Desapareció entre la multitud al terminar nuestro viaje turístico por las nubes. Al verla así, yo supuse que, de una u otra manera, la vida había terminado por hacerle justicia, mostrándole su lado más amable. ¡Qué ingenuidad la mía!

Pasados tres años, la volví a ver. Se hallaba en la sala de espera del centro médico en el que yo trabajaba como recepcionista y que atendía las consultas a las que no daba abasto la Seguridad Social. Me costó reconocerla. Además de varios años (más de los que habían transcurrido) se había echado encima más de veinte kilos, perdiendo gran parte de su lozanía. En esta ocasión, la ropa que vestía era de mercadillo de pueblo. Mientras atendía a otros pacientes me despisté y desapareció. Reapareció una semana más tarde. Esta vez, delante de mí, en el mostrador. Tenía consulta con el doctor Sahagún. Miré su carnet de identidad y la foto que había en él. Con certeza, la madurez, en algún momento, la había convertido en una mujer muy guapa y atractiva, pero de esa belleza ya sólo quedaban derribos. Nos miramos y a ella se le saltaron las lágrimas.

— ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

— ¿Me recuerdas? ¿Sabes quién soy?

—Sí, te recuerdo perfectamente y sé quién eres. Veo que tú también me recuerdas a mí. ¿Por qué estás aquí?

Aprovechando la ausencia de clientes, por ser mediodía, comenzó, entonces, a relatarme las vicisitudes de lo que hasta ese momento, había sido su vida. Fue completando el relato, por fases, en las visitas de las semanas siguientes. Comenzó su discurso donde lo habíamos dejado: a las puertas de los juzgados donde la despedí por última vez.

Después de nuestro encuentro, y tras varios trompicones, decidió hacer, y le facilitaron, un módulo de cocina, que decía era lo que le gustaba. Al terminarlo, dos años después, entró como pinche en los fogones de un hotel. Pero sus despistes y falta de atención le hacían cometer demasiados errores. Así que, aprovechando su belleza y buen porte, el dueño del hotel decidió ponerla, primero de camarera y luego como ayudante de la sala de bingo de establecimiento. Allí, al cabo de un par de años, conoció a un tío, asiduo del local, que, tras varios encuentros de cartones y copas, y otros tantos no menos piropos, terminó por invitarla —y ella aceptar— a cenar. Era un señorito de clase media alta que, con poco, la deslumbró. Se casaron año y medio después y, en otro par de años, ya tenía dos hijos. Dos hijos y no sé cuantos moratones por todo el cuerpo de las palizas que le daba el machote, sin ton ni son, cuando el día no le había ido bien. Según sus propias palabras, pasó un infierno hasta que, finalmente, logró huir de su casa, con sus niños pequeños. Y otro infierno, más tarde, peleando con él en los tribunales, en una serie interminable de pleitos que se prolongaron por nueve años. Jamás recibió un solo euro de él para criar a sus hijos. No los quería —dijo—. Sólo quería que la dejara en paz. A ella y a sus niños. En el fragor de esa pelea, débil como se sentía, conoció a otro hombre y cometió la estupidez de quedarse embarazada de él. No llegaron a casarse, ni siquiera a convivir, aunque reconoció al hijo. Poco más tarde, tal vez animado por el ambiente, él se esfumó para siempre. Al niño le detectaron una leucemia terrible, la más voraz y mortal, y después de dos años de interminables noches de hospital, se lo logró arrancar a la parca. Por el camino, ligues varios y revolcones muchos que, a fin de cuentas, eran la imagen que tenía desde su más tierna infancia.

Después, en uno de los pocos renglones no torcidos con los que Dios quiso escribir su vida, apareció un dominicano bien dotado y parecido. Y sin papeles. Resultó ser un ángel dispuesto a formar con ella una familia y hacerse cargo, como cabeza de la misma, de toda la prole y otra más que encargaron. Y de ella, que era la más necesitada.

Desde que iniciara la disputa judicial con su ex, Irene, según me relató, cayó en una crisis de ansiedad y depresión tremenda. No salía de casa, excepto para los menesteres domésticos imprescindibles, y, mientras el dominicano se iba a trabajar y los niños mayores estaban en el colegio, ella untaba con vino el chupete de la pequeña, para que siguiera durmiendo, se ponía delante del ordenador y se dedicaba a entrar en las casas de juego y de apuestas virtuales. Se las debió recorrer todas: 888, Bet365, Pokerstars, Bwin, William Hill…Su ludopatía no conocía límites ni fronteras a la hora de gastarse el dinero que, honradamente, conseguía su marido, quien merced a su competencia y trabajo iba ascendiendo en la escala social y laboral. Acudía a las salas de póker, individual o en grupo, las de bingo y las tragaperras, y, pese a sus dotes para el juego, aprendidas de una u otra forma, en sus años de empleada de la sala de bingo del hotel, siempre terminaba perdiendo. Era una jugadora, pero no una profesional. Hasta que una mañana reventó la «mule jenny»[1] de las máquinas tragaperras virtuales y de un sólo estacazo obtuvo un premio gordo de cuatrocientos mil euros. ¡Guau! En ese momento, su marido aún ignoraba todo lo que hacía. Y eso que, en ocasiones, abusando de su confianza, a escondidas, usaba su identidad para jugar.

La obtención del premio y su veteranía como cliente de ciertas casas de apuestas le abrió las puertas de todas las entidades que estaban detrás de las salas. Le llamaban, le preguntaban, y, sin miramientos, le animaban a seguir jugando, utilizando lo que ella llamaba su fórmula personal. Volvió a conseguir algunos premios más gordos aún, a base de jugar fuerte con su fórmula. Los ganchos y relaciones públicas de las empresas de juego le pedían que les explicase cómo lo hacía, incluso algunos, de manera subrepticia le pedían dinero prestado, a lo que ella no entró. Las relaciones con las casas de apuestas se estrecharon y decidieron invitarla, con todos los gastos pagados, a un torneo presencial de póquer en Londres. Allí estaban todos los jefazos, los gorilas, los ganchos y los asesores. Le regalaron los oídos, le compraron y regalaron ropa y la pasearon por la ciudad. Pese a que la competición fue un desastre, se sentía una reina. De eso, hacía tres años. Los mismos que habían pasado desde que yo la viera radiante y enigmática junto a la noria del Big Ben.

En poco tiempo llegó a acumular premios por más de un millón de euros, y la cosa iba en ascenso. Hasta que las casas de apuestas acertaron a tapar el agujero. A partir de ese instante, lo perdió todo en menos de un mes.

—Pero, ¿por qué no lo dejaste? Era un buen momento para haberlo dejado. Te habría arreglado la vida.

—Me sentí imparable. Las casas de apuestas llegaron a temerme. ¡Si hubiera sido menos locuaz y más astuta!

Además de lo ganado, Irene perdió todo el dinero que ganaba su marido y varios préstamos que dilapidó en tres días. Después de ese batacazo, dada su veteranía, y su condición de paloma, las casas de juego, al principio, le permitieron jugar a crédito, hasta que, cuando ya le habían sacado hasta la sangre, y el crédito la desbordaba, la expulsaron de todas las salas. En el banco ya no quedaba dinero ni para pagar la luz, ni para pagar el agua ni para alimentar a los niños. Rompió con su marido, que, después de partirse el lomo cada mañana por sacar adelante una familia, de la que más de la mitad no era responsable, se había sentido traicionado. Éste le dio un ultimátum, por plazo de seis meses. Desde entonces acudía al psiquiatra (el Dr. Sahagún) quien le estaba ayudando a corregir su dependencia. Según me contaba la historia, no recuerdo cuántas veces se echó a llorar, llenando de naufragio los dos mares azules que tenía en la mirada, porque, además del vicio del juego, había caído en una enorme depresión. Decía tener algunas deudas por las cuales, de vez en cuando, una banda de matones aparecía por su casa, con amenazas, para cobrar. Luego, retornaron las relaciones con el dominicano y se mudaron de casa a otra más económica, cuyo alquiler, por supuesto, no pagaban hasta que los dueños los iban echando y ellos, acumulando deudas, buscaban una nueva vivienda. Me habló también de no sé qué obligaciones legales que también tenía pendientes por las ganancias de la época en la que le fue bien y que, por supuesto, tampoco pagó. En fin, se convirtió en una máquina de acumular deudas sin pagar y, añadidos a los de su infancia y adolescencia, conflictos internos y externos por resolver.

La última vez que la vi, me hablaba de sus miedos. De la idiota que había sido y de que no merecía vivir, sino lo peor, lo peor —repetía—, porque se había portado mal. Su sentimiento de culpa se hallaba muy hondo. Decía que no aguantaría que por su estupidez la policía o los matones pudieran aparecer delante de su casa y llevarla presa o secuestrada, delante de sus hijos. Me habló también de sus pensamientos suicidas, de su gordura y de la pérdida de su beldad, porque, sin duda, entre las pocas cosas que alguna vez tuvo para agarrarse se encontraba su planta y su belleza. Pero, en el fondo, Irene no pasaba de ser una casa de paja, como la del cuento de los tres cerditos que nunca nadie le leyó, ausente de cimientos y de recursos para enfrentar el raciocinio a sus efímeros deseos y caprichos diarios de la sinrazón. Yo me encontré sin armas para ayudarla. El doctor Sahagún, con mucha profesionalidad, y como el que se fuma un puro, me diría algún momento después que no era más que una oveja descarriada sin remedio. ¡Menudas ayudas! El día que la miré por última vez, cuando salía de la consulta, volví a oír a Joan Manuel Serrat cantando De vez en cuando la vida. Y pensé que en la de Irene ya no quedaban más conejos para sacar de la vieja chistera. O, tal vez, para ella, nunca existió chistera alguna ni vieja ni nueva.

Aquella misma tarde, en directo y por la televisión, conforme retransmitían una vuelta ciclista, pude ver como ardía una casa alta de un bloque de pisos por los cuatro costados. Entonces, el corazón me dio un vuelco. La imaginé cayendo desde un décimo piso, agarrando y envolviendo a sus niños. Y, lleno de rabia, apagué el televisor, porque entendí que, por alguna misteriosa razón, de todas las legiones de ángeles que habitan en el cielo, ni siquiera una pareja de los mismos acudirían en su ayuda —y en la de sus niños— para, extendiendo bajo ellos sus alas, salvarlos y rescatarlos… Y elevarla al cielo que jamás conoció.

[1] La Mule-Jenny era una hiladora intermitente que se encargaba de hilar la lana, es decir, de hacer hilo con las mechas que provenían de la carda mechera de la lana. Fue la principal precursora mecánica de los telares que después se desarrollarían en la última parte del siglo XVIII y en el siglo XIX.

Veinte minutos

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Veinte minutos. Ese es el tiempo que distancia el trabajo de su hogar. Tal vez, los mismos que separan la vida de la muerte. Pese a ello, y que a las tres termina su jornada, son las cinco cuando introduce la llave en la cerradura del pórtico de su casa. Así lleva un mes. Sin cruzar el umbral, se descalza y deja sus zapatos junto al felpudo de la entrada. Cierra la puerta, deposita el llavero sobre un vacíabolsillos del recibidor y comienza un ritual que lleva practicando más de tres semanas. Primero se deshace del suéter, que ni siquiera deja caer al suelo, luego la blusa, que sujeta entre las piernas junto al jersey, después se quita los pantalones y las medias y, por último, el sostén. Y así, para proteger su estirpe, descalza y semidesnuda, entra a su morada: sesenta metros, dos habitaciones, salón, baño y cocina. Atraviesa el comedor y se dirige a esta última en busca de la lavadora, embute toda la ropa en ella, llena de detergente el compartimento y pone un programa de tres horas bien caliente. Después, cruza de nuevo la estancia noble y accede al servicio para darse una ducha de jabones y champú. A ella y todas sus compañeras les han recomendado en el hospital que, para reprimir el contagio —propio y ajeno—, cada día, nada más llegar a casa, deben lavarse todo el cuerpo y el pelo.

No es más que una persona anónima y corriente con un empleo común, pero de un tiempo a esta parte se está jugando su vida por salvar las de los demás. Es enfermera del hospital Gregorio Marañón de Madrid y, aunque por su edad, hace años que debiera haber abandonado la planta, allí continúa, al pie del cañón la primera. No como la primera, sino la primera. Por su experiencia, ha visto cientos de veces el espanto del dolor. También a su tétrica dama. La ha avistado de frente y de espaldas con su túnica negra, alejándose con su presa por los pasillos del sanatorio, montada sobre un caballo moruno con los ojos vendados, enseñoreando su guadaña y dejando a su paso un reguero de sangre oscura y mortal. Y, pese a ello, y las indignas condiciones en las que desarrolla su rutina, allí sigue, peleando a brazo partido con la miseria de la enfermedad y la muerte.

Hace diez días que su ex, el padre de sus criaturas, colega en la profesión, está de baja domiciliaria infectado con la maldita plaga. Ella lleva dos o tres con la garganta seca y la tos reprimida. Vive con sus dos hijos y, para evitarles la posible contaminación, siempre que está en casa, lleva una mascarilla. También por la noche a la hora de dormir.

Termina su ducha y come algo, porque desde las diez y media no ha probado bocado. Junta algunas palabras con sus vástagos, ausentes en sus egoísmos, malcriados con su generosidad, y se sienta en el sofá por un momento a descansar. Acaricia a su perrita que, como ella dice, es la única que le regala el cariño a cambio de nada, y cierra los ojos. Y, en ese trance, todo cuanto ve en su agrietada mirada es un mundo que se derrumba ante su visión, de manera apocalíptica, como jamás antes lo vio.

Tras un breve relax, decide marchar de nuevo al abismo. Hoy toca compra. Su progenie, veinte años él, veinticinco ella, estudiantes los dos, no ha tenido tiempo de hacerla en todo el día. Y vuelve a salir a la calle, donde, junto al insospechado canto de los pajarillos, lo único que se escucha es un silencio asesino interrumpido con sirenas no por familiares menos desgarradoras. Acude al mercado, y sin hacer valer un derecho ganado a pulso, espera fila guardando la distancia y acarrea con la compra: la fruta, la verdura, la carne, el pescado… Cuando regresa a la calzada ya son casi las ocho. Según retorna, dos bolsas cargadas en cada mano y los pasos retumbando en el silencio, escucha aplausos de los balcones y la emoción le embarga. Quiere llorar, pero no puede. Sabe muy bien que ahora no puede secarse las lágrimas con los guantes de látex posiblemente infectados. Pero es incapaz de soportarlo y deja que el llanto le chorree y resbale por su cara, mientras camina en solitario por la avenida de la ovación. Acostumbrada a ciertos sinsabores y exigencias, jamás imaginó este homenaje. Cuando llega a casa, deja otra vez el calzado en la puerta. Toca jabonar la fruta, guardar la mercancía, tender la ropa lavada y hacer la cena y la comida del día siguiente. Se acuesta tarde y, pese a estar reventada, o tal vez por ello, se demora en conciliar el sueño.

El despertador suena a las seis y media. Es la misma hora de siempre, pero el artilugio suena diferente, porque ahora ella siente que tocan a rebato. Y con disciplina militar acude a su cita al encuentro del enemigo. Y el enemigo al encuentro de ella. Y así van pasando los días mientras presiente que por dentro algo se rompe. Tapia su habitación para sus hijos. Hasta que un día se tumba a las ocho de la tarde en la cama porque se ahoga y ya no puede más. Y al siguiente se levanta con fiebre. Y es su hija, estudiante de medicina, quién tras auscultarla, asustada y temblorosa, la mete en una ambulancia camino de las urgencias del hospital. Veinte minutos…

Neumonía bilateral es el diagnóstico. Al oír la sentencia siente cómo le tiemblan las manos y las piernas, porque lleva tiempo sabiendo bien lo que es eso. El miserable coronavirus no se conforma con atacarte los dos pulmones, sino que ya está en ese grado en que el corazón, el hígado, el páncreas, el estómago y los intestinos inflamados también son su objetivo. Le atiborran a pastillas y heparina, le sacan sangre para evitar trombos. Y, entonces, tornan los reprimidos sollozos. Por ella, porque ama la vida, y por todos aquellos a quienes quiere. Y es ese amor a los demás, y a sus hijos que la precisan, lo que hace de su derecho un deber —el de no claudicar—, y allí donde ya sólo cabía derrota encuentra fuerzas para imponerse. Y mira la cara de la señora lúgubre y le dice que vuelva otro día y la espere sentada, que ni la puede atender ni aún está dispuesta, y que, por favor, deje de incomodarla, porque ella está muy ocupada salvando vidas y repartiendo sonrisas.

Albanta o el niño que miraba el mar

El niño que miraba el mar

Decir espera es un crimen
Decir mañana es igual que matar
Ayer de nada nos sirve
Las cicatrices no ayudan a andar
 
Sólo morir permanece
Como la más inmutable razón
Vivir es un accidente
Un ejercicio de gozo y dolor.

Cuando, hace ya más de veintitrés años, crucé el umbral de la puerta del número setenta y ocho de la calle de la Princesa en Madrid, jamás imaginé que en su tercera planta me fuera a encontrar de bruces con un cuadro original de Aute. El anfitrión, psiquiatra, decoraba su despacho con un caballete que sostenía «las tres caras de dolor» (o algo así), que le había regalado su paciente, quien también era el antiguo morador de la casa, y a quien había terminado comprándosela. En una desmedida demostración de confianza e infringiendo su deber de sigilo, me dijo dos palabras, gratuitas como el aire de las jaulas: «está loquísimo». Yo miré el cuadro, situado a la derecha, de frente según se entraba a la consulta. No se correspondía mucho con el estilo que yo recordaba del artista y, en él, el desgarro retrataba la faz de tres mujeres, rodeadas de arabescos, que la primera emoción que trasladaba era la de un tremendo escalofrío. Para mis adentros pensé: «el que está como una puta cabra eres tú. Tiene narices que lo primero que vean tus pacientes cuando entran a la consulta sean las muecas y jirones de esas caras». De paso, aproveché la ocasión para hacerle entrega de mi regalo, algo más modesto: una reproducción de Saturno devorando a su hijo, de Goya, otro más que, además de sordo, también estaba muy loco. ¡Bendita locura!

Pocos años más tarde pude verlo, a Aute, cerca del parque de la Fuente del Berro, donde vivía desde entonces, siempre con el pensamiento de paso. Era primavera, y él paseaba en solitario. Vestía unos vaqueros, una camisa negra de tirilla, medio fuera, medio dentro, y unas sandalias con los pies al aire. Y fumaba. Sí, llevaba un cigarrillo de la mano a la boca y de la boca a la mano y, según se elevaba el humo por encima de sus ojos y él lo observaba, recordé que quizá había sacado a la calle su carne abrasada a que le diera el fresco y aquello de que «el humo se retuerce y luego dibuja figuraciones, y los transeúntes se transforman en buitres y tiburones …». Después, lo vi varias veces más paseando por el mismo lugar. ¡Lo que habría dado por tener una charla a solas con él! Pero siempre entendí que, como la Quinta del Sordo aquello era su refugio: la Quinta de la Fuente del Berro y ni por un momento se me pasó por la cabeza romper su intimidad y convertirme en uno más de sus buitres y tiburones. Así que, las veces que lo divisé, desde la mutua introspección que él siempre practicó infinitamente mejor que yo, como si el tiempo no dependiera de las horas, nos dijimos dos silencios infinitos y ya me he quedado para siempre sin esa charla. Conversaré con él, a la manera de Machado, con el hombre que siempre va conmigo, como hacia Luis hasta para ridiculizarse a sí mismo:

—«¿Qué me dices, cantautor de las narices, qué me cantas con ese aire funeral?…».

‑—Pues hoy, Eduardo, con este aire funeral te canto que estamos viviendo una estúpida manía circular y que estamos de luto por esta mala muerte, parto inverso, partida y mal parida. Por ti y por una buena parte de conciudadanos; que ignoro si alguien te contó una tontería cuando te llegó la agonía y que, aunque las banderas no ondean a media asta, ni siquiera podemos honrar nuestros muertos con un rito de agujeros y cipreses y una glosa que no merecías haberte perdido. De modo que, ahora que un olor de derrota perfuma el aire, de alguna manera, tendremos que guardar tu gran recuerdo, junto al de tantos rostros sin nombre. Y lo haremos como un ramo al viento junto al de los demás. Tu rostro, junto al nuestro y al de tantos seres sin él. Nadie mejor que tú sabe que esos rostros, los que aquí y allí quedaron, ya sí llevarán vuestros nombres, pese a que ya no sean más que máscaras perdidas en la noche. Esa noche en la que, mirando a la luna, espero que para ti y todos ellos centelleen los giralunas; y que, ahora que ya no hay nada, nada de nada, nada más que nada, y que hace tiempo que es de noche todo el día, siento como, en tu despedida, injustamente habrás tenido que sentir el frío de la cera de un beso de nadie. Y nada más. Apenas nada más.

Aute, Luis Eduardo (Manila, 1943), al que todos llevábamos un tiempo sintiendo que le estábamos perdiendo, fue (hay que decirlo ya en pasado), quizás con permiso del crápula de Sabina, el mejor y el más grande cantautor de la canción española y una de las pocas personas que he conocido que haya sido fiel a su ser hasta el final. Porque, por mucho que alguien hiciera popular aquello de mira que eres canalla, Aute, aprovechando el título de una de sus canciones, por mucho que en ciertos homenajes algunos se empeñaran en manosear las palabras y mercantilizarlas para vender discos de recuerdos, una de sus mayores virtudes fue, precisamente, esa: la de no ser un canalla, sino alguien completamente consecuente con su forma de pensar y con lo que decía y con una ética apabullante. Cuando pudo haber pasado al cobro una bandeja de todos sus merecimientos, huyó de los fastos y los oropeles, porque, como decía, vivir era un vértigo y no una carrera, y se conformó con que, en ese noviazgo que desde siempre en sus letras practicó con el naufragio, amar fuera el verbo más bello. Y es que le iba la vida en ello.

Cineasta, escritor, poeta, cantautor, actor, pintor, escultor, embaucador… Sí, embaucador, porque, sin proponérselo y sin pretensiones, embaucaba a las féminas con su buen porte, su sonrisa triste, tres palabras, una blasfemia y dos derrotas; y a mí también me embaucó desde la primera vez que escuché sus canciones. Canciones que fabulaban sobre la libertad, pero también sobre el amor, la vida y la muerte, el todo y la nada, la noche y el día, todas ellas en continua y múltiple contraposición. Y lo hacía con una voz serena, que a veces parecía baja y grave, y, sin embargo, atronaba el escenario cuando decidía elevarla, sin perder la compostura, como cuando cantaba Al alba o De paso. Aute tenía una forma de hablar y una manera de mirarte que te desarmaba por su brutal sinceridad y, siendo un artista genial e irrepetible, caminaba sobre babuchas y te miraba a su altura y no desde ella. Tenía una inteligencia y una forma de ver la vida fuera de lo común y, aunque haya sido él quien lo ha traicionado, un corazón enorme. Un corazón que ya se ha quedado sin su latido. Un corazón amordazado por la razón. La misma que yo perdía cuando, en mi juventud, leía sus poemas o escuchaba sus canciones, o me iba con él y con Charly al Alphaville. Porque entre mirar con la claridad de la cordura y ver con la luminosidad de la locura, como en su Aleluya número 4, con él, elegí lo segundo.

Fue en esa loca juventud cuando pude verlo por primera vez en el Parque de Atracciones de Madrid en un concierto al aire libre. Lo vi a lo lejos, pues, pese a llegar con tiempo, cuando acudimos mis amigos y yo el aforo ya estaba repleto. Todo ello porque lo habíamos hecho después de las cuatro y diez. Así que no nos quedó otra que verlo de pie. Por aquel entonces, todos nos quemábamos dentro, pero no por él, sino por una beldad de melena clara y rizada que le hacia los coros, porque, a falta de pan, así era como nos gustaban en aquellos momentos las cosas del Cola Cao. Después, según pasaba el tiempo y, desde los monosílabos, él ampliaba el espectro de los títulos de sus elepés para añadir más vocablos a los mismos, lo escuché en algún otro concierto, mientras, para mis cumpleaños, mis amigos me regalaban sus libros de poemas y sus discos. Bueno, sus cachitos de hierro y cromo, porque en aquellas latitudes esa era la manera de oír música, con la casete y el loro.

Cuando cierto tiempo después, en pleno revuelo golpista, me tocó servir a la patria, me salvó y quedó la música: su música y, lleno de cadenas, deslizando en la imaginación los pasos que reprimía el miedo, cada tarde me iba con él a por el mar. Hasta que, por fin, un día, a los dos, ese error nos abrió una puerta de par en par. Y regresé del abismo, con mi chica esperándome como al amante que vuelve de un tiempo que nos habían robado y nos pertenecía. Y mientras de manera recogida nos besábamos, viendo a James Dean tirar piedras a una casa blanca, él, Luis Eduardo, nos cantaba No te desnudes todavía.

Años más tarde, mientras pasaba por allí, merced a los buenos oficios de un gran compañero, pude verlo con mi chica en Zaragoza ¡desde la segunda fila! Y allí nos invitó a bailar un Slow, después de tomar una infusión en el Hafa café. En ese recital, con el público un poco frío de entrada, recuerdo que, en un cierto momento del concierto, al principio, dijo: «no cogéis las segundas». Y es que Aute siempre iba dos pasos por delante de los demás y cuando él creía que hablaba en segundas, para el común de los mortales lo hacía en terceras, y eso ya requiere ciertas dosis de materia gris para alcanzarlo.

Y fueron pasando los años y al fin la vida no pudo ser. La última vez que lo vi firmaba ejemplares en la caseta de Espasa Calpe de la feria del libro de Madrid. Era un hombre que ya tenía la mirada cansada, pero, pese a su intacta y sencilla timidez, cercana y llena de ética y honestidad. Por aquello del presupuesto no me acerqué a comprarle el libro, que me hubiera llevado con su firma. Tal vez, ya lo tenía. Además, seguro que habría mejor oportunidad. No obstante, aunque nunca practiqué el fetichismo, lo que no tenía era su firma. Recordándolo, hoy sólo puedo decir: «¡menudo imbécil desaprovechando ocasiones!». Me conformaré con haber aprendido de su cansada memoria que kagandahan significa belleza en tagalo.

Así que, vuelvo a mi diálogo machadiano para decirme y decirte cuatro tonterías: si no las mismas, parecidas a las que te hubiera dicho de haber cruzado dos palabras contigo. Que, como tú, sospecho que en la foto que te hizo tu padre el mar que mira ese niño es un presagio de que al otro lado espera otro dragón. Aun así, querido y admirado tocayo, ahora que ya sólo eres alma, que el frío del pasado a las espaldas te construye espejos tras cada ventana, y nos separan las palabras de lo que fue y siempre será tuyo, de lo que es todo y lo que es nada, allá donde quiera que estés, no tengo ninguna duda que, por fin, habrás encontrado tus rosas en el mar.

De modo que ahora me voy a callar para homenajearte en silencio que es el más bello lenguaje. Lo haré con dolor, con un desparramado dolor reprimido y asfixiante que hoy se extiende desde el norte hasta el sur, y al que hay que sumar el tuyo. Después, seguiré con mi nada, con mi bestia en el ángel librando combates cuerpo a cuerpo y, cada mañana, continuaré despertándome al alba, recordando a mi adolescencia que, tras la ventana, vuelve en la distancia, a la par que de forma desesperada seguiré buscando las rosas, sí… mis rosas en el mar… porque, como ya bien sabes, aquí, tú ya lo ves, es Albanta al revés.