La liebre

«—No te asustes —dije»

De todas las cosas que mi padre intentó enseñarme, o me enseñó sin saberlo, jamás olvidaré la que aconteció una noche del ya avanzado mes de noviembre, perdidos en su Seat 600 en la oscuridad de un camino siniestro, portando junto a nosotros al guardés de una de esas grandes haciendas conocidas como los fincones de los Montes de Toledo. La noche le había sorprendido en mi casa, donde mi antecesor regentaba un molino de piensos, al que Lagartija —ese era el sobrenombre del guarda— solía acudir con grandes carros llenos de sacos de cebada a realizar la molienda del grano de sus señores. Tras un largo día de trabajo, y pese a que las máquinas funcionaron a todo rendimiento, la noche se echó encima y no fue posible terminar la maquila, que habría de rematarse al día siguiente. Pero él, cliente habitual de la industria, carecía de luces en el tractor y debía regresar a la finca junto a su familia. Mi padre, que siempre fue un hombre gentil, se ofreció a llevarlo, y a mí me llevó de acompañante.

En lugar de usar la carretera, por indicación del guardés, mi padre tomó un determinado camino que hacía más corto el trayecto. Más corto, y para mí, que apenas contaba ocho años de edad, más tenebroso. Lo lúgubre de las sombras que, a la escasa luz de la luna, formaban los chaparros y las encinas que se extendían por doquier a un lado y a otro de la senda, se difuminaba en la charla que los viajeros adultos mantenían en los asientos delanteros durante el trayecto, y que a mí me servía de relajante para aliviar mis miedos en los entresijos de mis imaginaciones. «Ahora vete por aquí, ahora vete por allá», eran las indicaciones que, en medio de la conversación, iba dando Lagartija.

Y, como dice el refrán, cuando menos se esperaba, de pronto, saltó la liebre.

— ¡Para, para, para, para! —dijo el otro señor.

La liebre se quedó quieta, en mitad del camino, con los ojos fijos en las luces del coche y las orejas tiesas.

—A ver, yo ahora me voy a bajar del vehículo y tú, muy despacio, vas a seguir la marcha, dejando una pequeña distancia, para que el animal siga deslumbrado con las luces. Pero tiene que ser muy despacio, para que yo me pueda ocultar en la sombra que hace el coche —volvió a decirle a mi padre el guardés.

El hombre se bajó del carro, sin apenas hacer ruido, y mi padre comenzó a avanzar con el automóvil lentamente, no sin antes decirme: «abre bien los ojos, hijo, porque lo que vas a ver esta noche es posible que no lo vuelvas a ver en la vida». La liebre empezó unas suaves carreras, siempre delante de las luces del coche, y el guardés otra, oculto tras la penumbra que hacía el vehículo. El animal, de vez en vez, se paraba, miraba hacia la luz y, a continuación, volvía a dar otro pequeño arreón. Pasaron pocos segundos: siete, ocho, una docena, no más, y, de pronto, en una de las paradas del bichillo, de la sombra que proyectaba el Seiscientos, una figura humana dio un salto tremendo abalanzándose sobre la liebre y poniendo uno de sus pies sobre ella. La descoyuntó sobre la marcha. Diez segundos después, entraba al turismo con el cuadrúpedo en sus manos.

Unos minutos más tarde, llegábamos a destino. Lagartija se bajó del coche, le dijo a mi padre que esperara un momento, entró en la casa, y, al rato, salió con algunos obsequios, entre ellos, la liebre que acababa de cazar, ya degollada. Nosotros volvimos a casa por la carretera, que mi padre conocía mejor.

De esos hechos han pasado más de cincuenta años y como mi padre aventuró no he vuelto a ver nada parecido. Por aquel entonces, yo no sabía distinguir entre un conejo y una liebre. Hoy sí. A nivel onírico, la primera es símbolo de fertilidad y sanación cardiaca, el segundo, lo es de la buena suerte. Ojo al dato.

Algunos años más tarde, con el cuerpo más hecho, siendo un adolescente, se nos escapó un lechón, que así es como se conocen a los cerdos recién destetados con un peso aproximado entre quince y veinte kilos. Y se nos escapó en pleno campo. Era un día áspero de verano, a media mañana, y a mí, con mejores piernas que el resto por ser más joven, me tocó salir corriendo en su búsqueda… ¡joder, como corría el cabrón del gocho! Sin ser una liebre, y sin hacer sus recortes, me hizo darme una buena paliza y sudada corriendo detrás de él. El problema no era sólo alcanzarlo, el problema era cogerlo a la carrera y sin dañarlo… y, emulando al guarda de la liebre, en un determinado momento, mí tiré a muerte contra sus patas, comiéndome todos los terrones de tierra seca que encontré por el camino del lance… pero lo cogí. Enganché a ese cabronazo y volví con él asido de las patas traseras (que él sacudía con fuerza) con la cara empapada de sudor y tierra y una sonrisa de triunfo inigualable, buscando con la mirada la aprobación de mi padre.

Desde entonces, no recuerdo mayores trances de cazar o coger una liebre. Como todo hijo de vecino, he corrido, he saltado, he hecho el ganso y el animal en incontables ocasiones y en todo tipo de circunstancias de ésas que uno dice: «pa’ habernos matao», pero siempre he tenido al conejo de mi parte. Excepto una pequeña anécdota de mi primera infancia, en taitantos años me he hecho alguna cicatriz, pero no me he roto nada ni me han tenido que coser nada. Hasta ayer… que volví a coger una liebre… por todo lo alto. Pero, vayamos por partes.

En plena era de la COVID19, planificar las vacaciones de verano, con la antelación que requiere en la actualidad, resultaba dificultoso. Sobre todo, a una persona como yo que, empleando un término desgraciadamente hoy muy en boga, soy un talibán de las medidas de auto protección. Es la edad. Si tuviera veinte años, sin duda, me importaría un pimiento, como parece sucederles a gran parte de esa población. De modo que, mi mujer y yo, las planteamos en dos etapas, con un intervalo de tres días en casa. Más que nada para ver que seguía en su sitio y que los amigos de lo ajeno no se habían dado un festín con ella o, peor aún, no se habían instalado en ella a su comodidad. De paso, aprovechaba para llevar el coche al taller, que en la última revisión me habían detectado unos «pequeños desgastes» que era preciso reparar… Y pagar, sobre todo pagar.

Y así lo hice. Al día siguiente de llegar al hogar, tras la primera parte de las vacaciones, me planté en el taller a las ocho de la mañana (hora para lo que tenía cita) con el propósito de que me arreglaran los desperfectos y con el ánimo de pasear por los alrededores, aprovechando el frescor de la mañana, hasta que estuviera arreglado y volverme a casa con él ya listo. Pero el asesor de servicio me negó la mayor, diciéndome que, hasta la tarde, o como muy pronto las doce, no estaría terminado el trabajo. Como el concesionario, como en todas las ciudades, está en la carretera de salida de la ciudad, me ofreció regresarme a casa por personal de la empresa en uno de sus vehículos. De modo que, visto como sube el termómetro en agosto según avanza la mañana, no me quedó otra. Me ofreció esperar en una sala hasta las nueve y cuarto, pues hasta ese momento no daban el servicio. O sea, más de una hora de espera. Decidí que la espera la haría en la calle, paseando por el pinar adyacente, mejor que en una sala cerrada. Total tenía más de sesenta minutos por delante hasta que saliera mi taxi. Y salí a respirar a bocanadas, y sin máscara, éso que tanto se anhela en el mes de la calima: el aire fresco.

Según comenzaba mi caminata varias ideas peregrinas me vinieron a la cabeza. La primera, que tenía que montarme en un coche de un tercero con ese tercero, y posiblemente alguien más, cuando desde que empezó la pandemia no he compartido vehículo alguno con nadie que no fuera un familiar directo. Tampoco he usado el transporte público. Privilegios de vivir en una ciudad pequeña. Luego pensé: «a ver, yo estoy acostumbrado a andar, camino todos los meses más de doscientos kilómetros (no sé para qué, porque el michelín no baja, pero los hago), y la distancia del concesionario a mi casa será de unos seis kilómetros. Por carretera. Yo éso me lo hago en una hora caminando. Y sobrao». Tenía una cierta idea de cómo volver andando, sin jugarme la vida por la autovía, aunque el camino no era precisamente un bosque de pinos. De modo que me salí del pinar y retorné sobre mis pasos. «A ver qué coño se ha creído éste del concesionario: me sobran pelotas para volverme a casa yo sólo andando», iba rumiando. Visto lo que ocurrió después, me sobraban pelotas, pero me faltaba cerebro… como suele ser habitual cada vez que la testosterona se antepone por medio.

Comencé a andar por unas aceras con las que lindaba la vía de servicio que, con demasiada frecuencia, se interrumpían para dar pasa a los inmuebles colindantes, la mayoría de ellos talleres o concesionarios de automóviles. Si las aceras hubieran estado bien, ningún problema, pero el constructor debía tener piernas de metro y medio, porque ninguna de ellas bajaba en altura de los treinta y cinco centímetros sobre el suelo. Eran saltos para Gulliver en Liliput. Y yo gasto buen pernil, pero subirlas y bajarlas era un suplicio. Algunas veces, cuando no venían coches, me limitaba a ir por el perfil de la calzada, sin subirme a esos peldaños, para aliviar la caminata.

Cuando se acababan las aceras, la última finca —algo oficial de derechos sociales—, a diferencia de los concesionarios que tenían libres sus accesos, tenía su entrada totalmente cerrada con una cadena. Me paré antes de seguir. Dudé si ir por fuera, o sea por la carretera, o por dentro, o sea encajonado desde la cadena. Descarté la primera opción visto el tráfico existente, más aún al comprobar que, terminada la linde encadenada, si bien había una finca vallada, existía un mínimo paso diáfano para poder seguir el camino, donde se apreciaba una vereda pegada a la valla y al arbolado y, entre ésta y la carretera, una canalización para las aguas, de obra, en forma de uve. Al llegar al paso, percibí que seguir el sendero no resultaría tan sencillo con preví en un primer momento. La canalización era amplia y había que dar un buen salto para poder seguir por el otro lado, pues, por éste, no resultaba posible por la existencia de un pequeño terraplén con cantidad de maleza seca acumulada que obstruía el camino. Analicé la situación y, sin detenerme a observar todos los pormenores del entorno, algunos de los cuales se escondían entre los hierbajos, decidí saltar… Y, como dice el refrán, cuando menos lo esperaba, saltó la liebre… ¡Dios mío, qué leñazo!

Escondida entre los rastrojos estaba la cerca que continuaba y que, para hacer lo que yo intentaba, alguien había ido pisando hasta dejarla a ras de suelo. Yo no la vi, pero, en mi salto, el pie de avanzadilla tropezó con ella. En una décima de segundo, yo sentí la cabeza como si me golpeasen en ella con hormigón armado, y, en el hombro, con un obús. Lo del hormigón armado era literal, porque ése era el material del que estaba hecho el chorrero.

Lo que sucedió a continuación, sanó mi corazón de descreído, renovó mi fe en la bondad del ser humano y, como Octavio Paz, me hizo volver a creer en el hombre.

Me levanté tan aturdido como dolorido, sangrando abundantemente por la cara. Según me incorporé y eché mano al pañuelo para secarme la sangre, tratando de contener la hemorragia, un turismo vetusto paró en seco. Se bajó de él, corriendo, un señor de edad con acento extranjero, diciéndome que si estaba bien y si necesitaba ayuda. Debió ver el episodio en rigurosísimo directo. Quiso acercarse a mí, pero le pedí, por favor, que se pusiera la mascarilla (que se había dejado en el coche con las prisas). Volvió de inmediato, me insistió en ayudarme, me dijo que sí pedía una ambulancia. Yo le negué. 

—Está sangrando —me dijo. 

—Ya, ya se me pasa. —le contesté.

—A ver, espere un momento, por favor —continué diciendo.

Y me fui al retrovisor del coche para ver por primera vez el desaguisado. Tenía un buen corte por encima de la ceja, del que la sangre que manchaba el resto de la cara parecía querer dejar de manar. De lo demás, me dolía hasta el alma.

—No, no, nada. Déjelo. Muchas gracias. Parece que se está cortando la hemorragia. Puedo seguir.

El hombre siguió insistiendo, diciéndome si me llevaba a algún sitio. Yo seguía con mi tara: 

—No, no, gracias. No podemos compartir el coche por el Covid. 

Terminó por marcharse contrariado por mi actitud infantil.

Anduve unos trescientos metros más, con el pañuelo en la mano izquierda secándome la sangre y, cuando no, sujetándome el hombro derecho que me dolía a rabiar. Llegue a un cruce con rotonda desde donde pretendía cruzar (por arriba) al otro lado de la autovía. Un chico joven, de unos treinta y cinco, se bajó de un Nissan Juke negro, que cedía el paso en la rotonda, preguntando si me encontraba bien y si me llevaba a algún lado. Le dije que no, que podía seguir y que no podíamos compartir coche por el Covid. No se quedó muy conforme. Yo seguí mi camino, cruzando la carretera, aprovechando que, por mi sentido, no venían coches, para buscar la zona peatonal del puente, que se encontraba justo al otro lado. Me paré en la divisoria de la vía, para dejar pasar un turismo que venía del otro sentido. El chico se volvió a bajar de su vehículo y, en tono imperativo, me dijo:

—Suba al coche. Bajaremos todas las ventanas y nos pondremos las mascarillas, pero usted no puede seguir así.

Creo que era lo que necesitaba porque el regreso se me estaba haciendo muy cuesta arriba. Monté en el Nissan, donde ya se encontraban dos niñas pequeñas de unos cinco y siete años en los asientos traseros. El padre pidió a las niñas ponerse las mascarillas y bajar las ventanas, porque «vamos a llevar a éste señor a su casa».

—Papi, ¿no íbamos a comprar chuches? —dijeron las niñas.

—Sí, hija, ahora después vamos, pero primero vamos a llevar a éste señor a su casa. ¿Dónde vive?

Le di la dirección. Al llegar a una rotonda, ya en la ciudad, le dije que me dejara allí que ya me llegaba a casa yo sólo andando. Se negó.

—Le voy a dejar en la puerta de su casa. ¿Hay alguien allí?

—Mi mujer, pero debe estar durmiendo.

— ¿Tiene llave?

—Sí, sí, claro.

Llegamos. El joven, todo gentileza, se bajó conmigo hasta el portal de la casa y esperó hasta verme abrir la puerta.

—Gracias, Muchísimas gracias.

Muy enérgico, me insistió:

—¡Vaya al médico! ¡Por favor, vaya al médico y que le vean!

Se volvió a subir al coche, del que no tomé la matrícula. Sé que las letras empezaban por J. Me gustaría poder agradecérselo de alguna manera, pero no sé cómo, porque no sé quién es, como él tampoco sabía quién era yo.

Entré a la casa. Pasé al baño y me lavé la cara. Me fui a la cocina y, al poco, oí como se levantaba mi mujer. Al oírla bajar las escaleras, me puse de espaldas a la puerta con la mano izquierda agarrando mi hombro derecho que me dolía horrores. Sabía que tendría que entrar allí para desayunar. Recordé una antigua escena similar, en la puerta de su casa, cuando aún éramos novios, girándome la cara para que no viera sin previo aviso el destrozo que me habían causado en la cara la noche anterior unos atracadores.

—Qué pronto has vuelto. ¿Ya te lo han arreglado?

Sin responder a su pregunta, le hablé con las mismas palabras que la había dicho en aquella aciaga ocasión:

—No te asustes —dije.

Y me di la vuelta, sin dejar de sujetarme el hombro derecho con la mano izquierda. La cara, la acababa de ver en el espejo, sabía que era todo un poema.

—¿Ha sido con el coche?

—No, no, ha sido andando. He cogido una liebre.

—¿Te has roto algo?

—No, pero creo que me he dislocado el hombro. 

—¿Me llevas al hospital?